Desperdiciar amores
Un buen amigo me enseñó el otro día un pasatiempo sutil, algo perverso y hasta levemente infame. Era media mañana y yo cruzaba una plaza cuando vi a mi amigo en una terraza de un bar. Me senté a su lado dispuesto a tomar un café con él, cuando advertí que me miraba con cierto fastidio. También advertí que la cabeza le oscilaba con suavidad a un lado y a otro, como un bote a la deriva en un mar de olas plácidas.-Déjame adivinar -le dije-. Ayer saliste a cenar por ahí y todavía no has regresado a casa.
-Hace cuatro días que salí -me contestó el muy juerguista-. Estoy cansadísimo, y encima te acabas de cargar mi juego favorito.
Como el mal ya estaba hecho, accedió a explicarme en qué consistía aquel juego. Para iniciarlo hemos de tomar asiento en alguna terraza de bar, a ser posible muy concurrida. Tras pedir una consumición intentamos localizar a nuestra presa que puede ser, por ejemplo, aquella mujer joven que, dos mesas más allá, bosteza con un libro en el regazo. Observamos que ya ha consumido su refresco y que en el vaso se ha derretido el hielo que lo enfriaba, por lo que cabe suponer que, sea cual sea la causa, no tiene excesiva prisa por irse de allí. La bella desconocida parece idónea para nuestro sutil pasatiempo.
Procedemos, sin más demora, a espiarla con enconada tenacidad. No es conveniente, ni tampoco resulta correcto, incomodar a nuestra víctima, por lo que el fisgoneo debe ser muy discreto. A veces sirve de ayuda un periódico que simulamos leer mientras en realidad observamos por el rabillo del ojo, aunque no debemos caer jamás -por ridícula- en la tentación de agujerear el diario y mirar a través de él. Si tenemos cierta práctica, basta con pasear una mirada en apariencia desocupada por nuestro entorno, como si el desinterés nos impidiera fijarnos en nada. Según mi amigo, algunos maestros de este juego han aprendido a simular tanto ensimismamiento que pueden observar fijamente a una persona sin que ésta se sienta aludida, pero lo normal es que cueste cierto trabajo simular indiferencia. En caso de ser descubiertos no hay que retirar la mirada con espanto, ni mucho menos alzar una ceja y mirar a nuestra víctima a los ojos con fingido desprecio, pues eso, además de irritarla, no sólo no sirve de disimulo sino que delata doblemente nuestra intromisión. Es preferible cambiar de blanco que insistir con uno que, alertado, intentará con morbosa insistencia sorprendernos de nuevo.
Pero, ¿cuál es el objetivo del juego? De todos es sabido que los personajes literarios no se construyen con grandes afirmaciones de cómo son o de aquello que representan, sino mediante la enumeración de esos pequeños detalles que conforman su personalidad. Pues bien, según mi amigo, los mismos mecanismos nos llevan a provocar el nacimiento del amor. En el caso que nos ocupa, no tardamos en disponer de muchísimos datos acerca de nuestra desconocida: el libro que lee es Habla, memoria, de Vladimir Nabokov, una señal inmejorable; lleva siete aros dorados en la muñeca izquierda, de lo que deducimos que el siete es un número especial para ella; cuando se concentra en la lectura tamborilea en la mesa con dos dedos, el índice y el anular, aunque a menudo interrumpe ese gesto para acariciarse el cogote con demorada indolencia; y, ¡oh, sorpresa!, cuando cruza las piernas descubrimos que lleva un fresón tatuado en un muslo.
Así va naciendo algo que no sabemos muy bien cómo describir, pero que se parece escandalosamente a una extraña intimidad con ella. Poco a poco, a medida que sepamos más de la desconocida nos iremos sintiendo más enamorados. Hay pequeños trucos para acelerar el proceso, como fijar la atención en las comisuras de sus labios, pero es mejor dejar ese placer para el final, cuando ya hayamos caído vencidos por una pasión que marcará -lo siento- el final del juego. Habrá llegado el momento de demorarse un poco todavía en los evanescentes gozos de la contemplación, aunque sin olvidar que la bella lectora de Nabokov ignora no sólo lo que sentimos por ella, sino incluso nuestra existencia. Deberemos entonces levantarnos sin perder la dignidad y, según mi querido amigo -que por culpa de esos y otros abusos llevaba cuatro días sin encontrar el camino a su casa- buscar acomodo en otra terraza para empezar de nuevo el juego.
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