Juan Carlos Onetti Vicente Verdú
El día en que iba a conocer a Onetti tenía una cita con una amante que llegaba de Luxemburgo. Era yo entonces tan joven que se me planteó la siguiente disyuntiva: o recibir a la amante o cenar con Juan Carlos Onetti. Thérèse llegaba para pasar esa noche en Madrid, de camino a Monrovia, y la cena con Onetti era también inaplazable puesto que hasta diez minutos antes no sabía si consentiría en la entrevista para el mensual. Sonó el teléfono dos veces en torno a las siete de la tarde y se juntaron las dos opciones. Por una parte, la esposa de Onetti me decía que el escritor podría recibirme en el hotel Zurbano. Por otra, era Thérèse exultante con la noticia de que finalmente haría escala en Madrid y podríamos pasar la noche juntos. Quien no haya leído La vida breve, Juntacadáveres y El astillero, como yo acababa de hacerlo, comprenderá a medias la naturaleza de mi desgarro. De una parte no podía dejar a Thérèse esperándome en el aeropuerto indefinidamente pero, de otra, ¿cómo podía desaprovechar la oportunidad de estar con Juan Carlos Onetti? Para mi Onetti era entonces la escritura absoluta y hasta el modelo de vida a adoptar, la manera de vestir, de beber ginebra, de hablar con circunloquios. Cualquier dolor, toda abulia, el sexo, la amargura, eran sustancias deliciosas a través de la literatura turbadora. Si me hubieran hablado del universo onettiano como de una adicción no podrían haberlo expresado más correctamente. Por un lado Thérèse era una golosina sexual. De otra, Onetti era la angustia. Sería posible, me decía, encontrar otros momentos con Thérèse, incluso perdiéndola ahora, pero Onetti representaba mi inmediata manera de ser.Dije por tanto que sí al encuentro con Onetti y abandoné a Thérèse en la terminal del aeropuerto. El porvenir decidió luego que nunca más se presentara la ocasión de remediar nuestro desencuentro en Barajas y al cabo ella se casó con un comerciante de cacao que conoció en Lagos. Yo gané, a cambio, la ocasión de presentarme aquella noche en el hotel Zurbano con un fotógrafo y contemplar por un pasillo el andar derrengado de Onetti, más viejo y más feo que cualquiera de sus personajes. Nos sirvieron primero una vichyssoise y después Onetti, por indicación de su esposa, pidió un lenguado meunier y el fotógrafo, su mujer y yo mismo pedimos también lenguado. Yo iba desmigando el pescado, inhábilmente, mientras pensaba que de la misma manera a como separaba esa carne de las espinas, así estaría deshaciéndose de lástima Thérèse. Ajeno a todo ello, Onetti bebía a mi lado grandes sorbos de agua, desproporcionados tragos de una copa que combinaba con otros de Paternina. Un gran sorbo de agua y una breve succión de vino, sin cesar, a lo largo de la cena, y sin decir, aunque yo no lo necesitaba, nada que pudiera revelarlo.
Fue después, cuando yo pensaba que pasaríamos a un saloncito, que él eligió subir a la habitación. Allí se abrió la camisa para mostrar una camiseta raída y sucia, se sacó los zapatos y dejó a la vista unos calcetines pobres. Se echó en la cama y medio tumbado siguió hablando y hablando con dos botellas de agua mineral y una de rioja. Yo no bebía alcohol y lo aceptó con desprecio, pero pronto se olvidó de aquello y de mí mismo. Peroraba sobre su vida de periodista uruguayo, todo pringoso, nocturno, funerario, y bebía sin tregua en prueba de una patología que él llamó "complejo oral".
Finalmente, siendo ya más de las dos, quiso dar por concluida la entrevista y mirándome al pecho dijo: "¿Es de la FAI?" Era, en efecto, una corbata de rayas rojas y negras. Me la quité y se la entregué. Y él hizo lo mismo con la suya roja de punto que le colgaba como una soga. Años más tarde esa corbata se la presté en el periódico a Fraguas para que formara parte de una subasta destinada a recoger fondos para los damnificados africanos, de Liberia o Nigeria, por donde todavía se deslice el delicado rastro de Thérèse.
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