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El momento de escapar

Para el común de la ciudadanía, aherrojada de por vida a los imperativos que impone una nómina, los últimos días de trabajo antes del benéfico descanso adquieren un perfil dantesco. De pronto las fuerzas comienzan a fallar, uno se siente exhausto, lanza la vista atrás y el esfuerzo de once meses se presenta como una tarea sobrehumana, propia de auténticos titanes. Sinceramente, nadie se explica muy bien cómo ha aguantado tanto, cómo ha sido capaz de sobrellevar semejante letanía de tareas y plantarse, por fin, a las puertas de un nuevo verano.Se trata, sin duda, de un fenómeno mental. El descanso, en su inminencia, despierta la ansiedad e incluso alienta perversas ideas: la desidia, el escaqueo, cuando no la clamorosa deserción. La expectativa de unas largas vacaciones se cierne sobre los administrativos, las ejecutivas, los sanitarios, las amas de casa, los registradores de la propiedad, las presentadoras de televisión y los jueces de primera instancia. Algún equipo de estudiosos podría demostrar de modo fehaciente que en estas fechas la productividad sufre un brutal derrumbamiento. Se trabaja menos en las ventanillas de los bancos, en las zanjas y en las subsecretarías. Un aire distraído recorre a los albañiles y a las enfermeras. La modorra lo invade todo y la gente repta por los centros de trabajo (agazapada, casi clandestina) a la espera de que por fin llegue el momento, el momento de escapar.

Nada de esto resulta especialmente grave. Incluso la patronal contempla el espectáculo con cierta indulgencia. Después de todo, ellos también piensan en huir. Incluso el Estado (ese ente abstracto, inaprehensible) amaga un desvanecimiento y queda en manos de ciertos secretarios, de algún oscuro ministro sin cartera: siempre habrá quince o veinte días de agosto en los que el universo, en general, funciona a medio gas.

Cuando las vacaciones asoman, allá en la distancia, el personal se anima incluso a realizar un examen de conciencia. Las ataduras laborales se vuelven más onerosas que nunca. Los despertadores se revelan aún más antipáticos. La gente se pregunta, trastornada, qué demonios está haciendo con su vida, dilapidando buena parte de su precioso tiempo en la gestión de cualquier parcela, pública o privada, del mundo en que vivimos.

Los últimos días de trabajo nos transforman en anarquistas conceptuales, en improvisados filósofos, en crueles analistas de nuestra identidad y de sus extrañas servidumbres. Si todos estos pensamientos se hicieran visibles, moverían al escándalo de Dios (ya que ningún humano podría escandalizarse, todos compartirían las mismas tentaciones). Ante la expectativa de un descanso inminente, nos volvemos egoístas, casi saboteadores. La invernal resignación da paso al hedonismo, e incluso provoca que los trabajadores más responsables se atrevan, de vez en cuando, a ejercitar la noble virtud del escaqueo.

El escaqueo, en estas fechas, es perdonable, pero todavía más: se transforma casi en un gesto de rebeldía. Sin embargo el verano servirá para recuperar la calma, incluso para aceptar, con resignación, la marea de un nuevo año de trabajo. Sólo los días anteriores al descanso (y no las vacaciones propiamente dichas: las vacaciones forman parte del sistema) son un perverso caldo de cultivo para todo tipo de disidencias.

Las vacaciones, en el fondo, nos reconcilian con este modo de vida, nos preparan, imperceptiblemente, para nuevos y largos meses de trabajo. Disipan las dudas que nos habían acompañado en los días precedentes. La aceptación de nuestra condición trabajadora incluye también el descanso. Sólo en esos días que anteceden a las verdaderas vacaciones todo se pone en peligro. Sólo entonces pensamos seriamente en buscar para nuestra biografía alguna oportunidad: el momento de escapar, que nunca llega. Por lo demás, la libertad ha pasado de ser un ideal a convertirse en un objeto de consumo, a través de ese torpe sucedáneo que representan las vacaciones pagadas.

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