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Después de 'Gran Hermano', a favor PILAR RAHOLA

Cuando una escribe un titular como éste ya sabe que va a recibir el desprecio de dos gremios de prestigio: el de los moralistas integristas, empeñados en salvar a la humanidad de sí misma y de Gran Hermano en particular; y el gremio de los intelectuales oficiales, tan sublimes en su sublime aburrimiento. A caballo, pues, entre la moral y el pensamiento, una se siente definitivamente vulgar y hasta revisa su condición ideológica: ¿por qué mi alma de izquierdas no se ha escandalizado ante tamaña basura? Incluso, cabría decir, asumida la debilidad de gustarme el producto, ¿cómo es posible que sea capaz de confesar vicio tan inconfesable? Osaré perpetrar algunos argumentos para salvar la honrilla.Primero, el palo a la hipocresía. En este país de maravillas tan contrastado, donde somos capaces de adorar a Almódovar y al mismo tiempo tener bolsas de Contrarreforma que hasta prohíben la comunión a los pecadores de hecho, una no sabe de qué hablamos cuando decimos que hablamos de pornografía. La verdad es que me parecen más cercanos a la pornografía algunos discursos políticos -Piqué y sus alegrías económicas; Pujol y sus amigos que son más que un empresario en esa Cataluña donde todo es más que un club; Aznar y sus invectivas, cual Mío Cid, contra ese País Vasco que él aún traduce por Vascongadas-, más basura que un bastante ingenuo programa de televisión. Al fin y al cabo, y perdonado el desliz sociológico de Merche Milá, sólo estamos ante un concurso suficientemente hábil como para ser capaz de enganchar a millones de personas y suficientemente blando como para escandalizar sólo a los que no saben con qué perder el tiempo. La verdad es que no sé dónde está el escándalo, como no sea en la guarrería que alguno de los participantes ha elevado a categorías insospechadas. Más o menos divertido, en función del momento, más o menos intrigante y, sobre todo, con un guión inteligentemente elaborado, Gran Hermano sólo ha sido un producto de televisión que ha sabido funcionar muy bien y que ha demostrado que no sólo de futbol y de ex guardias civiles cornudos vive el telespectador.

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Sin embargo, ahí está la Conferencia Episcopal cercana al infarto colectivo, ahí están las asociaciones de la moral telespectadora abogando por la protección infantil, ahí están todos los guardianes de la fe rompiéndose las vestiduras. Si me permiten la maldad, ello ya sería motivo suficiente para estar encantada con Gran Hermano, puesto que practico la convicción de que indignar a los moralistas acostumbra a ser bueno para la salud colectiva. ¿Por qué, cabe preguntarse, se han puesto tan estupendos nuestros valleinclanescos personajes? Y es aquí, con permiso de mis queridos progres intelectuales, donde le veo virtudes subversivas al programa. Primero, hemos visto un montón de jóvenes conviviendo juntos y a veces revueltos día y noche, sin complejos ni moralinas, cual fatídica comuna de tiempos otrora felices. Pecado, pecado, ostentoso, público, filmado, y no ha caído ningún rayo divino que fulminara la casa de Soto del Real, cual Sodoma bíblica. Creo sinceramente que la curia tiene que estar preocupada porque la visión televisada de una convivencia tan poco formal les rompe el chiringuito con más eficacia que los discursos anticlericales de la rojería de siempre.

Que una cosa es que los rojos perdamos los valores tradicionales, y para eso ya tenemos al alcalde de Madrid fustigándonos. Pero que los pierdan los televidentes..., un montón de ellos votantes del Santo Grial..., es más preocupante. Al fin y al cabo, no olvidemos un dato interesante: Gran Hermano ha tenido más espectadores que votantes tuvo el PP en las generales.

Me atrevo, sin embargo, a ir más lejos en mi defensa del carácter quizá provocador del programa: los debates colaterales que ha suscitado. Uno, sobre el derecho a la privacidad. No deja de ser sorprendente que un programa de televisión que se basa en la ausencia pactada de intimidad durante un tiempo, se convierta en el artífice de un debate sobre ese derecho básico tan alegremente vulnerado. No ha sido Gran Hermano sino determinados medios de comunicación quienes han pisoteado la vida privada de sus componentes, en un ejercicio de destrucción del derecho a la privacidad que creo que nunca había llegado a cotas tan abyectas. Ya hace mucho que España es el paraíso de la perversión de lo privado -y ahí está Paula Vázquez con su digna cruzada-, y empieza a ser urgente que esto se proteja y, si es el caso, se castigue severamente. Para decirlo simple, Rocío Jurado puede vender su boda, en un contexto de libre mercado, pero si no vende su culo nadie puede enseñar su culo. Y unos jóvenes pueden aceptar unas reglas de juego durante tres meses, pero no han puesto a la venta su vida, sus profesiones, sus secretos. Gracias a Gran Hermano, ¡oh sorpresa!, por primera vez nos hemos escandalizado con esa reiterada y pornográfica vulneración de los derechos privados.

Y el tema de la prostitución. También ha sido inconscientemente este programa el que ha motivado la normalización de la vieja profesión, hasta el punto de que esos 11 millones de telespectadores no se han escandalizado con quienes la ejercían, sino con quienes hurgaban y se enriquecían con las personas que la habían ejercido. Se han indignado, pues, con los inquisidores, y no con el objeto de su inquisición. No está mal si se tiene en cuenta que todo ello ha pasado en un simple juego.

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No diré que estamos ante un progama con valores de izquierda, ¡válgame Dios!, pero me parece indiscutible que se acerca más a la provocación, a lo políticamente incorrecto, que a ese pensamiento único que la derecha centrada nos intenta convertir en un único pensamiento. Por eso la moral oficial se escandaliza. Y por eso mismo los inmorales del sistema tendríamos que estar encantados: al fin y al cabo, en esta España azul gaviota de peineta y brillantina, nos cuesta mucho tenerlos escandalizados. Y a la espera de que la izquierda se recomponga y recupere la moral, no viene mal que se cojan algun cabreo televisivo. Para hacer boca.

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