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Tribuna:CITA EN OKINAWA
Tribuna
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La crisis asiática, en tres actos

Acto I: El milagro. En 1993 el Banco Mundial publicó The East Asian Miracle, un informe que daba cuenta de que en esa región se estaba produciendo el crecimiento económico mayor, más sostenido y más equitativo del mundo. El interés por la zona se extendió de inmediato entre los inversores globales. Por supuesto, había habido adelantados, pero eran eso, adelantados: gentes dispuestas a correr un alto riesgo en busca de un más alto beneficio. Al inversor normal le gusta maximizar los beneficios pero también minimizar los riesgos. La realidad es que la zona venía sosteniendo crecimientos de dos dígitos desde hacía varios lustros. China ya era uno de los países con más inversión extranjera directa, si bien gran parte de ella procedía de las economías boyantes de Taiwan y Hong Kong, así como de las comunidades chinas en distintos países del Pacífico. Hacía años que Singapur había superado la renta por habitante de su antigua metrópoli británica. La de Corea se acercaba a la de España. Además, Indonesia, Tailandia y Malasia, también crecían y Vietnam se preparaba. Como trasfondo, la economía de Japón, la segunda mayor del mundo, proyectaba su larga sombra propia del sol naciente. A la vista de semejante panorama muchos en Occidente se dijeron: "esta vez sí, el sol sale por el este, allí vive la gran mayoría de la humanidad y empiezan a tener dinero". China no es sólo un buen mercado para vender sopa en sobres que compren mil millones, también lo es para vender productos de lujo, pues China, aunque representen un porcentaje centesimal de su población, tiene tantos millonarios como Alemania. Y no hablemos de infraestructuras: todo está por hacer. Allí es donde se pueden maximizar los beneficios. La mecha de la codicia había prendido.Acto II: La crisis. Pero la codicia es desconfiada y la confianza es la base de los negocios. Los capitalismos asiáticos son diversos unos de otros en mil aspectos. La codicia occidental, sin embargo, es abstracta y simplificadora. Los emisarios de Occidente recorrieron el mundo asiático diciendo a ministros de hacienda, gobernadores de bancos centrales y capitalistas locales: "Abran su sistema financiero". Cuando les respondían que no era posible porque aparecerían problemas, insistían: "No se preocupen, ábranlo a la competencia y eso lo arreglará". Así plantaron las semillas de la crisis que empezó en Tailandia el verano de 1997. Cuando la moneda tailandesa se depreció, alguien decidió que la estrategia a seguir ya no era maximizar beneficios sino minimizar riesgos. "Salir de Asia", fue la consigna y el dinero a corto plazo voló, los créditos no se renovaron y la crisis se extendió a Corea, Malasia, Indonesia, etcétera. Las monedas locales cayeron en picado, miles de empresas se vieron al borde de la bancarrota, millones de trabajadores sin empleo. No era una crisis como otras y Occidente no entendía lo que pasaba. Entonces, alguno de los que hasta poco antes ponía a los capitalistas asiáticos como modelo, dijo: "lo que hay en esos países es un capitalismo de amiguetes y debemos acabar con él". Japón intentó otra cosa. Primero propuso ayudar a Tailandia y más tarde organizar un paquete de préstamos del orden de 100.000 millones de dólares para evitar que la crisis se extendiera. Estados Unidos no quiso ceder ni protagonismo ni control en favor de Japón. Su decisivo criterio fue que sólo el Fondo Monetario Internacional (FMI) debería intervenir. Así se hizo, pero el FMI actuó mal e impuso condiciones que se tradujeron en penalidades mayores en algunos países. Una generación vio cómo se evaporaba el esfuerzo de su vida. Entonces los asiáticos empezaron a preguntarse si no había sido un error ceder a las presiones occidentales. Sabían que refugiados en el proteccionismo no hubieran obtenido inversiones, tecnologías y acceso a mercados que necesitan, pero no podían aceptar que se les hiciera exclusivos responsables del golpe brutal que estaban sufriendo y menos que fuera presentado como algo necesario para sanear sus economías. La confianza se había quebrado. La crisis cambió la imagen del capitalismo anglosajón que de ser un dragón benéfico se convirtió en un ogro feroz carente de sentido cívico.

Acto III: Resurrección y escarmiento. Lucharon por superar los estragos de la crisis. Cada país a su modo y partiendo de sus activos. En tres años casi todos han vuelto a crecer. Malasia la heterodoxa y Tailandia la ortodoxa. Corea regresa a tasas del 8%. Esto no significa que los destrozos sociales y humanos de la crisis hayan desaparecido. Indonesia tuvo que tragar en meses recetas que Occidente condimentó a lo largo de siglos: liberalización, democratización y autodeterminación de golpe. Está por ver si sobrevivirá a la dosis. El crecimiento de China vuelve a repuntar alejándose por arriba del 6% mínimo que necesita para alimentar a 20 millones de bocas nuevas cada año. Al mismo tiempo algo común está emergiendo: la voluntad de que ante futuras dificultades no deben volver a encontrarse a merced de Occidente. Esa es la herencia política de la crisis. El escarmiento que acompaña a la resurección. Los diez países de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático más Japón, China y Corea, la ASEAN+3, trabaja en ello. Japón lleva un decenio escuchando recriminaciones americanas a su política económica sin hacerles ni caso. Su economía está mala, pero el país se siente capaz de seguir su propio camino y de vincularlo más al de sus vecinos asiáticos. La producción de las economías de la ASEAN+3 es mayor que la de EE UU o de la Unión Europea y exportan casi lo mismo que éstos. Sin dar la espalda al FMI, han empezado a construir su Fondo regional propio porque han comprobado que el FMI es falible, sienten que les ha maltratado y disponen de reservas (superiores a las de todos los países occidentales juntos) para organizar su propio mercado de capitales sin que les dicten las reglas. Si hay otra crisis, no volverán a depender totalmente de los financieros con ojos redondos y nariz grande.

Otro tanto están haciendo en el campo comercial. Todas sus economías dependen decisivamente de la exportación y ahora más que antes de la crisis. Por eso mismo no confían todo a la Organización Mundial de Comercio (OMC). Primero, porque está casi paralizada. Segundo, porque la ven dominada por los occidentales. Saben que la fuerza del proteccionismo crece en EE UU y que la Unión Europea no es una campeona del librecambismo. Seguirán en la OMC pero no aceptarán lo que no les gusta. Japón, China y Corea no liberalizarán su agricultura. En cuanto a la imposición de condiciones laborales y medioambientales al libre comercio, aunque no lo dicen, quizá piensan que no van a ser quienes han polucionado el mundo, construido ferrocarriles con trabajo chino casi esclavo y lanzado bombas atómicas en Asia, quienes les digan como cuidar de su gente y sus campos. Al menos si no pagan lo necesario para conseguirlo.

Carlos Alonso Zaldívar es diplomático español.

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