¡Ya vienen los músicos! FÉLIX DE AZÚA
Durante siglos la música, como las bicicletas, fue cosa del verano. El riguroso calendario agrícola indicaba el momento preciso para que comenzaran las innumerables fiestas y agotadoras danzas que propiciaban la cosecha. Con la anticipación del Carnaval, mayo alzaba el telón del jolgorio y los pueblos se llenaban de músicos ambulantes. El largo verano tenía música de fondo. Todavía los de mi generación vivieron sus primeras sensaciones musicales cuando las criaturas se mezclaban con los adultos bajo frescas lonas, con permiso para acostarse tarde. El mundo visto como un baile veraniego es una experiencia capital, definitiva. Los actuales festivales de música estival conservan viva esa tradición que sigue siendo, para muchos aficionados, el momento jovial de la jornada, cuando el aire refresca y se reúnen para escuchar a los músicos ambulantes. Así, por ejemplo, el Festival de Torroella de Montgrí ha ido aumentando su audiencia de año en año y el abigarrado conjunto de turistas de color rojo, nativos bronceados y barceloneses negros como tizones, da tanto gusto como el espectáculo mismo. Hay una belleza específica de los melómanos, como la hay de los taurófilos o de los navegantes.Escuchar a Mischa Maiski o a Dimitri Sitkovetski en la iglesia de Sant Genís es un milagro. Un milagro con aire acondicionado, debo añadir en memoria de Henry Miller. Y no es fácil imaginar el tesón y la enormidad de trabajo y entusiasmo que han sido menester para que formaciones como Europa Galante o la Academy of St. Martin in the Fields del inolvidable Neville Marrimer se desplacen con sus bártulos hasta una población de 8.000 habitantes sita en un rincón de Europa que estos músicos debieron buscar en un mapa siguiendo las carreteras con el dedo la primera vez que les invitaron. Y no es menos milagroso que en este lugar pueda escucharse a Messiaen y Cage, a Feldmann y Kurtag, a Rhim y Lachenman.
Muchas veces leemos opiniones alarmadísimas sobre los horrores de la globalización. Pero la globalización tiene muchas cataduras y algunas son espléndidas. Así como artistas rusos, checos o americanos acuden a Torroella de Montgrí para darse a conocer, del mismo modo Torroella se da a conocer en remotos lugares que ignorarían su nombre eternamente de no ser por el festival. La música es el lenguaje más globalizado que existe, y el más globalizante. No voy a ocultar que soy partidario de este tipo de globalización capaz de suprimir el pelo de la dehesa en una sola temporada de verano. Es la eterna lucha del mundo contra el ombligo. De momento, y a pesar de las apariencias, va ganando el mundo.
Quiero añadir que el reciente viaje de ida y vuelta a Barcelona del director del festival, Josep Lloret, y su paso por el Auditori de la capital catalana, demuestra, por si cabía alguna duda, que cada vez hay más talento y energía en la periferia del poder y cada vez más esclerosis múltiple y desnorte irremediable en su centro.
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