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Ginebra

Juan Cruz

Rosa Regás, que le editó y fue su compañera en la OMS de Ginebra, le recordaba ayer como un hombre de un buen humor extraordinario por el día y en las cenas; era impagable estar con él cuando ya anochecía y se volvía tierno y voraz de noticias ajenas y del mundo entero; así le vimos, en Ginebra, hace tantos años, solícito, irónico y silencioso, avisado de todo lo que sucedía, pero exiliado en el alma, un hombre del aire, ni siquiera un transterrado, que añoraba acaso otro tiempo vital de nuestra historia, un momento que se había instalado en el alma y que no era ni patria ni nada, sino el aire de un verso que quizá nunca se escribió. Aunque debajo de su nombre ahora haya epitafios, tiempo, una generación que ya tiene un nombre para siempre, la del 50, y adjetivos o recuerdos, es obvio que este hombre quiso desprenderse de la tierra y del tiempo, ser sólo poesía, y por eso defendía su idea misma de lo que había en los versos como si estuviera dentro de un castillo en el que no quería intrusos; por eso, su carácter sencillo, humano, cordial e incluso zalamero de cuando te recibía o te veía por las esquinas de las calles, se convertía luego, con la velocidad de la luz, y por efecto de la poesía, en el aire ensimismado de un poeta que no quería otras adherencias que las de su real gusto y daba mandobles, tachaba todo aquello que estaba lejos de su ansiedad, de su contenido entusiasmo lírico. Qué crítico. En la lucha por defender ese castillo, se adentró en la nada y en el vacío, y se hizo místico de alma y de mirada, y halló en la luz esencial del horizonte de Almería -como su amigo Juan Goytisolo- la esencia de su patria movible o inexistente. Es curioso, ahora que ha muerto se superponen en la memoria esas dos identidades -el horizonte del mar, Ginebra- como esencia de su geografía, y la presencia sustancial de esta última ciudad en su vida y en su muerte -allí ha muerto, como Borges- le da a su figura de poeta rabioso e independiente la dimensión real de su identidad: tan enraizado, y sin embargo tan en tierra de nadie, como Borges buscando en la nave del tiempo la propia inutilidad de existir, de estar sin tierra. José Ángel Valente.

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