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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Sopa de buen gusto SERGI PÀMIES

Hasta el mes de junio del año 2001, el Museo Etnológico de Barcelona acogerá la exposición Itadakimasu, cultura i alimentació al Japó. Se trata, como indica su nombre, de un recorrido muy matizado por la geografía gastronómica nipona. Está, pues, muy de moda, ya que son muchos los individuos de ésta y de otras ciudades que, a la que te despistas, te dan la tabarra sobre el socorrido tema de la comida japonesa. Abundan restaurantes especializados y típicos al respecto, tanto entre sus acérrimos defensores como entre sus no menos contundentes detractores.A los detractores, por ejemplo, les gusta afirmar que, para comer pescado crudo, se quedas en casa, mientras que a los defensores les encanta matizar que el pescado no se come crudo y que a ver si nos informamos un poco más y probamos las maravillosas sopas que son capaces de hacer los japoneses. De eso trata, precisamente, esta exposición. De dónde viene ese pescado crudo o lo que demonios sea y qué guarnición antropológica le acompaña. En un recorrido muy cuidado, la exhibición ofrece información de la buena, ilustrada con todos los elementos que acompañan una comida. Por un lado, el armamento pesado de armarios y ollas y, por otro, cubertería oriental de cuidadísimo gusto expuesta con ese talento que diferencia a los que saben presentar una mesa como Dios manda de los que nos limitamos a depositar platos, vasos y cubiertos sobre un pedazo de hule y ya te apañarás.

Por supuesto, las vitrinas de este recorrido también incluyen muestras de platos, reproducidos a la perfección por taxidermistas de la alimentación. El color y la geometría son, por lo que observo, elementos fundamentales. Tanto que, a veces, anulan cualquier otra percepción del plato y, para bien o para mal, evitan que el visitante pueda adivinar qué clase de manjar está a punto de meterse entre pecho y espalda. Esta camaleónica capacidad para el disfraz, que hace que un muslo de pollo se convierta en unos dados parecidos a unas chucherías, tiene la finalidad de seducir al hambriento comensal y estimular su capacidad creativa. Pertenece, me imagino, a esa cultura que considera que comer es, además de una necesidad, la oportunidad para vivir una experiencia. En este caso, sin embargo, y sin que sirva de precedente, la información que acompaña a la exposición ayuda a comprender el porqué de las tantas y tantas cosas que uno ignora sobre la materia.

Lo primero que descubre el visitante es que los japoneses también tienden a rebozar sus platos de conceptos extragastronómicos y de camelística. El simbolismo del arroz, que sirve de materia prima a un sinfín de comida instantánea industrial, tiene su origen en China pero también en su valor de mercancía de trueque entre el esclavo y el señor y de materialización de un concepto de, por lo visto, específico peso: la ofrenda. El arroz es sagrado, se dice, pero basta entrar en cualquier restaurante japonés para descubrir que no siempre es así. ¿Y la manía del pescado? En un documento internáutico, descubro alguna respuesta: "La condición insular del país, unida a la prohibición de comer carne durante el periodo Edo (1603-1868), llevaron a los japoneses a hacer del pescado el eje central de su cocina. Sin embargo, son maestros en la técnica de cocinarlo a la parrilla y también ligeramente cocido".

Las explicaciones que incluye la exposición, en cambio, son de carácter más antropológico. La relación de ingredientes y estaciones del año, el calendario de fiestas (niños, niñas, año nuevo, muertos) y su simbolismo, el uso de determinados materiales (vidrio, cerámica) según la climatología y su valor ceremonial; en definitiva: las claves para profundizar sobre el suihanki, esa olla eléctrica con termostato en la que se hace el arroz, o sobre el tonkatsu, filete de cerdo rebozado servido con col cortada en tiras, o el yakitori, pincho de pollo...

En una pequeña sala, y para finalizar este breve recorrido, un vídeo didáctico. En inglés y sin subtítulos, con lo cual hay que fijarse sobre todo en las imágenes. Veo pescadores japoneses con cara de cabreo surcando aguas aparentemente gélidas y pescando enormes ejemplares de, probablemente, atunes. Luego veo cuchillos, muchos cuchillos, y cómo un solomillo acuático se convierte, gracias a la maestría del matarife, en un carpaccio. Más que abrirme el apetito, la escena me produce cierta inquietud. Me bebería una garrafa de cinco litros de sake. Así que cuando el cocinero le introduce un pincho metálico por la boca a una especie de sardina y luego la sumerge en una sartén llena de aceite hirviente, decido salir a la calle, mirar la hermosa vista que se ve desde el museo y regresar a casa, ahíto de argumentos para discutir con los amigos sobre uno de los temas más recurrentes de estos tiempos: la comida japonesa.

Silvia T. Colmenero
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