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EL PROCESO DE PAZ EN ORIENTE PRÓXIMO

Jerusalén, la capital eterna

Judíos y palestinos negocian sobre el destino de un territorio mítico en el que reside la última soberanía irrenunciable

Jerusalén es la ciudad tres veces santa y dos veces prometida. Santa para los tres grandes monoteísmos, cristianismo, islamismo y judaísmo; y prometida por el Altísimo al pueblo árabe-palestino y al pueblo judío para que, ambos, edifiquen en ella su capital eterna. Eso es lo que fundamentalmente discuten hoy en Camp David, ante los montes Catoctin, Maryland, el primer ministro israelí, Ehud Barak, y el presidente palestino, Yasir Arafat -que se detestan-, con la mediación algo supersticiosa del presidente Clinton, que les ha asignado los mismos bungalós que ocuparon Sadat y Beguin cuando apalabraron en 1978 la paz egipcio-israelí.Los negociadores sostienen posiciones aparentemente impenetrables. El judío, que no cederá un palmo de Jerusalén Este -la parte árabe de la ciudad- anexionada por Israel tras la victoria de 1967, y el palestino, que exige ese tramo de la urbe para instalar allí la capital de su futuro Estado independiente.

Jerusalén es hoy una especie de juego de muñecas rusas que encierra en sucesivos círculos concéntricos una nueva ciudad, a través de las diversas ampliaciones que la suerte militar ha ido deparando.

Jerusalén Este tiene 6,5 kilómetros cuadrados, y en junio de 1967, tras la derrota jordana, pasó a formar parte de un conjunto de 71 kilómetros, que una ley rápidamente aprobada convertía en la capital unificada de Israel. Enseguida se inició la absorción de un primer cinturón de localidades limítrofes para convertirlas en asentamientos judíos, tras expropiar a los palestinos que hizo falta. Así, la Jerusalén esencial dejaba de lindar con tierra alguna poblada mayoritariamente por árabes, mientras que hasta 1967 había sido una isla judía en un mar palestino, unida tan sólo con el resto de Israel por un llamado corredor occidental. En una segunda fase se construyó un cinturón aún más exterior en lo que se conoce como Gran Jerusalén, para forrarlo asimismo de avezados colonos sionistas.

Ese desenclavamiento de la ciudad se hizo para crear realidades inamovibles sobre el terreno. El primer cinturón rodea Jerusalén urbe formando un perímetro a unos 20 kilómetros del centro de la misma, mientras que el segundo llega hasta Belén, en pleno territorio autonómo palestino. El geopolitólogo francés Frederic Encel describe así ese doble cinturón de castidad cultural, étnico y religioso: "Los barrios judíos de Jerusalén Este son auténticas fortalezas civiles tanto por disposición como por consistencia. Con una altura no mayor de seis pisos, dibujan un orden cerrado en bloques regulares, con revestimiento de piedra en la superficie y dos metros y medio de cemento armado en el interior".

La principal de esas aglomeraciones-fortaleza, pero también ciudades-dormitorio, es Maale Amumin, ya de unos 25.000 habitantes, cuya construcción aprobó el superultra Menájem Beguin en 1975 y comenzó a edificarse en 1978 bajo Isaac Rabin, autor del preacuerdo de paz de 1993 y asesinado por esa causa por un extremista judío dos años más tarde.

La ciudad tiene hoy, legalmente, algo más de 320 kilómetros cuadrados, sin contar la ampliación al Gran Jerusalén, y una población de unos 750.000 habitantes, de los que alrededor de 200.000 son palestinos. En la propia Jerusalén Este, donde el esfuerzo de asentamiento judío ha sido extremo para despalestinizar el sector, la demografía se equilibra, gracias a la persistente natalidad árabe, con 170.000 pobladores de cada una de las dos naciones enfrentadas.

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Pero el juego de las muñecas rusas no se agota con la superación de esos dos cinturones exteriores. En la parte occidental del área unificada se halla la ciudad prohibida, donde reinan tanto como viven los haredin, el ejército hirsuto de judíos ultraortodoxos con levita y sombrero negro de ala ancha, que enlutan los barrios de Mea Shearim, Beth Israel, Bukharian, Sanhedriya y Tel Arza. Esos judíos en uniforme de judío, que parecen ajenos al calor medio-oriental, practican el rito hasídico que fundó Shem Tob en la Europa oriental del siglo XVIII como un pietismo taumatúrgico. Aunque constituyen entre un 7 y un 8% de los seis millones de habitantes de Israel, son cerca de un tercio (225.000) en la propia Jerusalén, y se aplican a sus deberes reproductores con tal denuedo que alcanzan una fecundidad de 6,5 hijos por señora. En su gran mayoría están exentos del servicio militar y son mantenidos por el Estado al que, sin embargo, fingen no reconocer. Para un ultraortodoxo, la sola idea del Estado judío es un intento sacrílego de reemplazar la voluntad de Jehová, por lo que no se les puede considerar sionistas de pleno derecho. Pero mientras los laicos paguen, hay arreglo para todo.

Jerusalén Este es la verdadera Jerusalén, monumental, histórica, la que Saladino en el siglo XII sacralizó por razones políticas derivadas de su combate contra los cruzados, como vitrina del islam, la misma que los judíos sionistas de los últimos siglos salmodiaban en sus plegarias de Pascua y Año Nuevo dándose cita el año que viene en Jerusalén. Pero esa urbe encierra en su interior aún otra, como si fuera un precipitado de sí misma. Se trata de la Ciudad Vieja, amurallada, que los árabes llaman Al Kuds, la Santa, apenas mayor que la plaza de la Concorde de París, donde, sin embargo, se abarrotan las piedras más reverenciales de los tres monoteísmos.

Dividida en sectores musulmán, cristiano occidental, armenio y judío, la Ciudad Vieja todavía atesora en este recorrido de estación en estación un último recoveco: la Jerusalén de Jerusalén, lo que los hebreos llaman el Monte del Templo y los árabes el Santuario Noble o explanada de los templos, en que se alzan las mezquitas de Omar y Al Aqsa, y desde donde la tradición sostiene que Mahoma ascendió en un jumento alado al séptimo cielo a contemplar la visión beatífica.

Al extremo occidental de la explanada se halla el Muro de las Lamentaciones, verdadero Vaticano arqueológico de la fe mosaica y presunto resto del último templo de Salomón, cuya reconstrucción anunciará la venida del Mesías al final de los tiempos. Y como cada gran monoteísmo tiene su propia versión de la llegada, cerca de allí se alza el Santo Sepulcro, donde cristianos de seis iglesias -greco-ortodo-xa, católica latina, copto egipcia, armenia, siria ortodoxa y abisinia- juegan al escondite disputándose cada palmo, cada sepultura de dudosa identificación, cada revuelta del giboso camino que conduce de Getsemaní a la vía dolorosa, pasando por el huerto donde crecieron los olivos. Tanto disputan entre sí que las autoridades israelíes han entregado las llaves del recinto religioso a dos familias musulmanas de la vecindad.

Ése es el peso atómico central de Jerusalén, sólo unas hectáreas de entre 320 kilómetros cuadrados, que realmente se disputan Barak y Arafat; una ciudad dentro de varias ciudades, donde las ruinas, los recordatorios del pasado no están, como en Atenas, vallados a la manera de las fieras en el parque, sino desparramados en la misma libertad caliginosa de la multitud. La existencia de aquellas pistas que conducen al Antiguo Testamento es la justificación de una identidad mitológica, aunque, quizá, más para Israel que para los palestinos, que, además, son árabes. Ésa es la última soberanía irrenunciable. La estación final del via crucis de estas muñecas rusas.

Ello explica porqué cambiar una piedra de sitio, causar una alteración de la geografía teológica de Jerusalén, produce ondas que llegan hasta el Consejo de Seguridad, y se bañan de sangre en las vías adyacentes. Así, el 24 de septiembre de 1996, bajo la gobernación del ultranacionalista israelí Benjamin Netanyahu, el intento de prolongación de las obras del túnel de los Asmoneos, que recorre, subterráneo, la explanada de los templos, provocó una insurrección civil palestina, en la que hubo cerca de un centenar de muertos entre ambos bandos.

Lo más parecido a una hipótesis de trabajo para los dos negociadores de Camp David es el llamado documento Beilin-Mazen, que pusieron a punto en Oslo el hoy ministro de Justicia israelí Yossi Beilin y el lugarteniente de Arafat Abu Mazen. En el mismo se fijan determinados puntos de partida.

Israel vería reconocida por los palestinos su soberanía formal sobre Jerusalén Oeste y, de hecho, sobre el oriental; se extenderían aún más los límites de la ciudad para incluir el poblachón de Abu Dis, de unos 20.000 habitantes, para que la Autoridad Nacional estableciera allí su capital, denominándola formalmente Al Kuds. Tanto Abu Dis como la explanada de los templos estarían bajo la soberanía palestina.

Arafat, que ha desautorizado privadamente en estas últimas semanas lo negociado por Mazen, acusándole de demasiado dadivoso, se mueve hoy entre dos temores. El de no ceder el máximo de lo aceptable y no llegar, por ello, a ser el primer presidente del primer Estado Palestino, y el de no mostrarse lo mínimo de lo intransigente, y ser apostrofado, sobre todo por las generaciones futuras, como el gran traidor a la causa del pueblo guerrillero.

Ante ello, el presidente palestino ha ideado una salida propia del gran artista del alambre que es; que lo que se firme, más o menos con la distribución apuntada de soberanías, se haga bajo la advocación del cumplimiento, aunque sin fecha de caducidad, de la resolución 242 de la ONU, según la cual Israel debería retirarse de todos los territorios ocupados. Eso le permitiría al rais aceptar en la práctica menos de lo que reivindica, sin haber renunciado en teoría a nada. Pero, en este -¿primer?- embate de Camp David no parece fácil que israelíes y palestinos alcancen plenamente a cuadrar unas cuentas que son tan minuciosas como espesas.

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