La prudencia
En un momento en el que muchos culés temen que los vencedores de las próximas elecciones no sepan ganar ni los perdedores perder, Joan Castells representa la tranquilidad del empate. Tercera vía exenta de turbulencias, su opción ha permitido la celebración de unos comicios que, disfrazados de democracia, podrían oficializar el barcelonismo más carca. Que, con 48 años y tres hijos, presida una importante mutua de seguros ajena a las mareas del sector completa el retrato de un hombre parco en palabras y víctima de una evidente falta de telegenia. Nadie es perfecto, dicen, y aunque de sus modales emane cierta suficiencia típica del tímido que lucha por superarse exagerando la seguridad en sí mismo, Castells ha aprendido a equilibrar la forma y el contenido de un discurso tan noble en sus ingredientes como insulso en su presentación y que, aunque inicialmente independiente, se ha ido gasparizando para desmarcarse de la opción de Bassat. Los tres años que lleva trabajando entre la militancia culé son, a la vez, lastre y ventaja. Ventaja porque le confirman como una opción reformista.Lastre porque tampoco ha sabido despertar ningún entusiasmo entre unos socios que necesitan algo más que prudencia para identificarse con su presidente.En un paisaje electoral menos tenso, Castells habría tenido menos protagonismo, pero su papel se ha visto momentaneamente abducido por la bipolarización. Eso podría hacerle decisivo, pero su insistencia en no dejarse sobar por nadie le ha convertido en una novia a la que, de tanto cortejar sin éxito, acabas aburriendo. Lo de novia lo dijo él, y la metáfora confirmó las limitaciones de una persona que, como Núñez, tiene problemas a la hora de comunicarse, de manera que el fondo de su discurso queda desactivado por la forma.
Salpicado por el juego sucio que rodea la campaña, Castells ha tenido que torear ciertos infundios. Desde los que le acusan de ser un submarino de Núñez (y que olvidan que en su candidatura figura la bestia negra del nuñismo Ferran Ariño) hasta los que, cayendo en el típico sectarismo de las verdades únicas, le atribuyen una tortuosa voluntad de dividir un voto renovador que ya sabe dividirse solito. Siguiendo su trayectoria, sin embargo, parece claro que, así como su barcelonismo parece incuestionable (hijo del espíritu de foc de camp de su época de cantautor adicto al Vilanova's sound), su carácter es más susceptible que su ideología y que el momento de mayor inestabilidad se produjo cuando apareció en el horizonte Lluís Bassat. Que, de repente, alguien se atreviera a arrebatarle el título de renovador mayor del reino le sentó a Castells como un gol del Madrid en el último minuto y de penalti injusto. Es normal. Cuando llegó Bassat, Castells llevaba gastados unos milloncejos y muchas horas en acercarse al socio y ejercer de confesor, diván de psicoanalista y libro de reclamaciones. La llegada de Bassat echó por tierra el carácter de una candidatura marcada por la humildad -otros le llaman realismo- de sus propuestas. Más reformista que rupturista, más unitario que continuista, más anti-Bassat que pro Gaspart, Castells representa una renovación que insiste en asumir, con los riesgos que eso comporta, una parte importante de la herencia nuñista. Su problema radica en que, puestos a cambiar sólo un poco, muchos prefieren a Gaspart, al que ya conocen. Mientras que los que, legítimamente, aspiran a una renovación más profunda no pueden conformarse con los modales del candidato que, por una mezcla de principios y coyuntura, se ha podido permitir el lujo de cometer menos errores que los demás practicando un prudente catenaccio electoral. Si pierde y se marcha a casa, ganará credibilidad y se situará en muy buen lugar para las próximas elecciones. Si se une a Gaspart, habrá demostrado ser un gran actor. Secundario, eso sí.
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