Armstrong rinde homenaje a Pantani
El estadounidense, de nuevo el más fuerte, cede la victoria al Pirata en la cima del Mont Ventoux
Había habido dramas, tragedias, desvanecimientos, locuras, heroicidades, gestas, muerte y leyendas. El monte calvo de Provenza, la imponente mole coronada de piedras blancas y barrida por los vientos, se había hecho mito ciclista por los hechos extraordinarios ocurridos en sus 21 kilómetros de carretera retorcida, en sus curvas peraltadas, en el falso llano sin fin que lleva al observatorio. Pero ninguno como el de ayer. El patrón del Tour, en la ocurrencia un tejano soberbio llamado Lance Armstrong, se permitió a 1.909 metros de altura, allí donde falta el aire, un gesto de magnificencia que sólo los muy grandes tienen a su alcance. Después de dominar la ascensión a su antojo, después de jugar como el gato con el ratón con sus rivales sofocados, procesión de penitentes, grandes corredores al límite, el líder del Tour permitió que Marco Pantani ganara la etapa. El Pirata no se sintió humillado por el gesto. Todo lo contrario: agradeció la deferencia y ganó. Dos grandes en la cima del gigante de Provenza comportándose como dos generosos hermanos. Qué cosas.La etapa, que no alcanzó los niveles tremendos previstos (el Ventoux no fue el terrible Ventoux, sino un puerto duro, molesto por el viento frío), ratificó, en primera lectura, el dominio de Armstrong sobre el Tour 2000 (aumentó en 41s su ventaja sobre el segundo, el alemán Jan Ullrich, que ya está a 4.55m). Detrás de ellos, en una horquilla de otros cinco minutos, nada menos que 12 corredores que aún piensan que pueden terminar en el podio. Hay gentes de todo tipo y procedencia: veteranos como Virenque, Escartín, Jalabert y Zülle; miembros de una generación, la del 68, que ayer en el Ventoux sintió una de sus primeras llamadas a retirada; rodadores potentes, y en época de madurez, como Moreau; también están Pantani (ya 12º) y el austriaco Luttenberger, el mejor de los del ONCE; y muchos españoles: Otxoa, que aguanta delante aupado por su maillot de lunares; Beltrán, el ligero escalador jienense que vive su mejor Tour; Heras, el serio escalador bejarano que ya ve cómo le toca relevar a Escartín; Mancebo, el hombre del 76 que luce orgulloso el maillot blanco. Y por delante de todos, un joven vitoriano, otro debutante en el Tour llamado Joseba Beloki que ayer no tembló ante el Ventoux y se ofreció a toda la afición en pleno esplendor. Todos ellos ofrecieron lo mejor de sí mismos, y cuanto pudieron, al terrible Ventoux. Pero todos quedaron ensombrecidos por el nuevo espectáculo del americano volador, que ayer volvió a pedalear de puntillas y se dio el lujo de ofrecerle la Luna al Pirata.
El gesto, y la forma en la que Armstrong controló todos los resortes durante la hora que duró la ascensión al Ventoux, debería recordar a la manera en la que Miguel Induráin gestionaba las etapas montañosas de sus Tours victoriosos. Como el navarro, Armstrong, una vez conseguida una renta de tiempo, asiste, aparentemente neutral, a la lucha por la segunda plaza. Y antes de correr el peligro de agotarse por exceso de avaricia, prefiere conformarse con afirmar su renta. Sin embargo, algunos pequeños detalles enturbian el idílico cuadro. Armstrong es un ciclista preocupado por su imagen. Queriendo arreglar sus problemas de imagen con la prensa francesa, solicitó a L'Équipe que le entrevistara a toda página. Y para arreglar sus problemas de imagen con el pelotón ("cuando me pasó en Hautacam, su mirada ciega me dio miedo", contó Beltrán) se dedica a regalar etapas. "Para mí lo importante es ganar en París, no en el Ventoux", dice.
El segundo detalle es la forma juguetona en la que les dice a los demás que es muy superior y que mejor que no intenten nada para molestarle, no vaya a ser que se enfade. Armstrong, un poco a la manera del Riis del 96, viaja en el grupo de cabeza, pero no para quieto. Habla con uno y con otro. Ayer charló con Beloki, interrogó a Ullrich, pasó de Botero (el extraordinario colombiano rubio del Kelme que ayer, tras viajar con el grupo de fugados mañaneros, se enganchó al tren de los mejores, de los que se juegan el Tour, y también luchó por la victoria: es la tercera etapa consecutiva en la que es protagonista, después de Hautacam y Revel); miró a Pantani; vio ceder a Virenque; observó cómo hacía la goma Jalabert; se dejó tentar por Heras ("si lo intento, ¿me dejarás ganar la etapa?", le preguntó el salmantino. "OK", le respondió. "Pero siempre que me vaya yo contigo". "El problema", dijo Heras, "fue que los demás no me dejaron fugarme") y logró lo que andaba buscando con sus provocaciones: que el grupo, que en teoría era el de sus enemigos, se convirtiera en su equipo de aliados, que, en todo caso, se pelearan entre ellos. Hasta consiguió que el abstracto Ullrich se convirtiera en su mejor gregario y se pusiera a marcar el ritmo del grupo hasta agotarse. Y dejó que Pantani ganara la etapa.
Armstrong estaba feliz y fuerte. Su equipo había resucitado. Sólo entre Hamilton y Livingston (que cogieron el relevo del Banesto) lograron diezmar al pelotón. Armstrong estaba generoso. Decidió premiar el coraje, la tenacidad y el valor de Marco Pantani, el corredor que se pasó más de medio Ventoux haciendo la goma (con una desventaja máxima de 25s), y que después de infiltrarse finalmente en el grupo de los buenos, no paró de atacar hasta irse. Con Armstrong, claro.
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