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El gran hijo de la gran nada

Las expectativas de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales de 1995 han sido defraudadas. Sería excesivo culpar a la ley del incremento de la siniestralidad en estos cinco años, a razón de más de un 10% anual, pero sin llegar tan lejos no es injusto afirmar su absoluta ineficacia. Los juristas sabemos que las leyes por si solas no transforman la realidad social, sino que requieren la acción constante de los poderes públicos, de las organizaciones sociales y de los propios ciudadanos. Y nada de esto ha ocurrido en este caso, puesto que unos y otros más se distinguen por lamentar los efectos de la siniestralidad que por corregir las causas que la determinan.La más visible del fracaso de la ley es su complejidad; mal elegidos que fueron en su seno los equilibrios entre Estado y comunidades autónomas, legislativo y Ejecutivo y disposiciones legales y negociadas. El resultado es una ley estatal de principios, ambigua en exceso, escoltada por docenas de reglamentos dispersos y asimétricos, inidóneos para su asequible conocimiento, interpretación y aplicación. Brilla por su ausencia, llegado el 2000, cualquier racionalización que brinde a los pequeños y medianos empresarios -más del 95% del total- la facilidad de cumplir la ley, asignándoles facultades para cortar por lo sano la resistencia de sus trabajadores a utilizar ciertos dispositivos protectores. Fallan también las funciones de control de los trabajos prestados con inseguridad manifiesta, lo que, aceptando el buen hacer de los inspectores, se traduce en la clamorosa insuficiencia de sus efectivos. Tampoco la amenaza de una dura represión penal es disuasoria para los empresarios desaprensivos que anteponen su provecho a la integridad ajena, pues las condenas por delito de esta naturaleza siguen contándose con los dedos de una mano pese a los 1.671.004 accidentes de trabajo de 1999. Lo que quizá ha aconsejado al fiscal jefe de una determinada circunscripción a conminar a sus subordinados a actuar contundentemente para imputar delitos de homicidio o de lesiones por imprudencia, tan plausible empeño de futuro como paladino reconocimiento del pasado ineficaz.

La ley ha sido, hasta ahora, un feliz hallazgo para los hombres prevenientes y apenas una anécdota para los hombres a prevenir. Los pluriformes centros de enseñanza, los masters de cada día, los técnicos, auditores, gabinetes y estudiantes de prevención, surgidos como las setas en estación propicia, son óptima siembra para el recolector únicamente, sin que se haga visible el esfuerzo de subordinar lo adjetivo a lo sustantivo o a valorar siquiera tan sensible desproporción. Incluso los medios que conforman la opinión, crispados al relatar las treinta o cuarenta mordeduras caninas anuales, serenan el ánimo cuando se enfrentan a los mil quinientos muertos que los accidentes cosechan en el mismo periodo.

Los obreros de Gante creían, aún a mitad del XIX, que la mejor prevención contra los accidentes de trabajo era la misa diaria. Hoy se prefieren otros remedios, pero no se utilizan adecuadamente y, aunque la siniestralidad nos cuesta dos billones de pesetas por ejercicio, permanecemos pasivos cuando no atribuimos a la globalización o a la descentralización productiva las escandalosas cifras que nos apabullan; sin advertir que la economía acaba por seguir en cada tiempo su camino natural, por lo que es absurdo culparla de cuanto sucede en los centros de trabajo, máxime si no se hace en ellos lo que hay que hacer para, sin variar lo invariable, dotarlos de mejoras factibles.

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Para ser una buena ley, la de Prevención debería contar con la convicción social de su necesidad y esto obligaría a catalogar la siniestralidad como uno de los problemas que el país tiene sin resolver, quizá el tercero tras el terrorismo y la inmigración. Cuando las normas sean claras y las menos posibles, reservando espacios normativos a las comunidades autónomas y a la negociación colectiva; los poderes públicos empapen a la ciudadanía de información diaria, exacta y crítica; los funcionarios, en número suficiente para que las empresas se visiten más antes que después de ocurrir los accidentes, fuercen con su rigor a cumplir las prescripciones legales; los sindicatos lleven a sus plataformas reivindicativas esa prioritaria exigencia, por delante de cualquier otra más conveniente para ellos o para beneficiarios concretos; los jueces y fiscales hagan que el delito específico no sea papel mojado; los altos recursos para la prevención se traten en calidad de inversiones y no de costes, combinándose con programas subvencionados para la modernización del equipamiento, con líneas de crédito rápido y barato; el despido disciplinario pueda fundarse en la causa típica del incumplimiento de las medidas de autoprotección laboral. Cuando se comprenda, en fin, que los aspectos instrumentales se subordinan a los esenciales y que los hombres prevenientes no se justifican sino al servicio de los hombres a prevenir.

De otro modo, como en el verso de Jorge Guillen, aquella ley sucumbirá al riesgo de convertirse en el gran hijo de la gran nada.

Luis Enrique de la Villa Gil es catedrático de Derecho del Trabajo y Seguridad Social en la Universidad Autónoma de Madrid.

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