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Atormentado viaje de ida y vuelta

Habían permanecido cuatro horas sin noticias y emprendían un viaje de 450 kilómetros sin saber si sus hijos estaban vivos o muertos. Los padres de Ripollet salieron del colegio por la parte de atrás y subieron al autocar. Iban con lo puesto. El Ayuntamiento había intentado fletar un avión, pero no lo consiguió. Les acompañaron dos psicólogos de Cruz Roja.Durante el trayecto sonaron algunos móviles. Conversaciones en voz baja. Un padre atendió al teléfono que sonaba y su rostro cambió de expresión. Acababa de saber que su hijo estaba vivo, pero no dijo nada. Los demás no tenían tanta suerte como él y guardó silencio. La consigna de los psicólogos era no dar ninguna información hasta llegar a Soria.

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En la ida no hubo gritos ni llantos estridentes. Tan sólo suspiros y algunos rezos. Casi nadie hablaba. Los miembros de Cruz Roja repartieron algunos sedantes de modo que fue un viaje denso en miedo, pero tranquilo. Pararon poco después de Lleida y comieron algo en el área de servicio de Montblanc. Después siguieron sin parar hasta Soria.

Unos cien kilómetros atrás viajaban los tres autocares que habían partido de Viladecans. También en silencio. Sólo fugaces comentarios en voz baja. Los dos psicólogos, el médico y los voluntarios de Cruz Roja estaban atentos a cualquier petición. Un vehículo de la Guardia Civil abría paso a la comitiva, que cerraba una ambulancia. Los voluntarios ofrecieron refrescos, agua y bocadillos. Algún familiar se levantaba para estirar las piernas.

El autocar sólo se detuvo una vez, en Montblanc. Luego siguió viaje sin parar siquiera en los peajes de la autopista porque la Guardia Civil había habilitado un paso en todos ellos. Hacia las cuatro de la madrugada llegaron a Soria. Era el momento de descubrir la verdad: el final de 10 horas de agonía y, para la mayoría, el inicio de un nuevo calvario.

En el viaje de regreso ya no había esperanza. Lo que tenía que ser, había sido. El autocar de Ripollet emprendió el regreso seguido de los diez coches fúnebres, pero cada vez que paraban, la interminable comitiva funeraria también lo hacía. Era demasiado doloroso realizar todo el viaje mirando por la ventanilla el coche que lleva al hijo. Por eso se decidió que los coches se adelantaran. En la vuelta sí hubo llantos y dos madres sufrieron ataques de histeria.

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También los autocares que se dirigían a Viladecans iban precedidos por los ataúdes de los hijos. En el autobús viajaban algunas personas menos. Familiares y amigos les habían recogido en Soria en coches particulares. Algunos padres aún tenían fuerzas para corresponder y agradecer los aplausos de los ciudadanos de Soria que les despedían con lágrimas en los ojos.

El viaje fue tranquilo. Estaban exhaustos. Y sedados. Sólo algunos llantos esporádicos rompían el silencio. Toda la tensión que llevaban dentro se había desbordado ya en la ceremonia fúnebre y el cansancio hacía mella. El director del colegio Modolell volvió con ellos, muy afectado por lo que había visto. Cuando llegaron a Viladecans, cientos de vecinos les recibieron con aplausos, una forma de expresar el sentimiento colectivo.

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