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Multitudinario adiós a los estudiantes

Ripollet y Viladecans se paralizaron ayer para despedir a las víctimas del accidente de Soria

Parecía un pueblo fantasma. Todos los comercios estaban cerrados y el silencio reinaba en Ripollet a primera hora de la mañana de ayer. No hacía falta preguntar dónde se celebraba el funeral. Las calles eran una procesión de vecinos. Rostros graves en la calurosa mañana. Todo confluía hacia el polideportivo, cuyas calles próximas estaban abarrotadas mucho antes de que empezara la ceremonia, igual que el parque Gassó-Bergés. Un cordón policial impedía el acceso a un recinto repleto ya con más de 1.500 personas, la mayoría familiares de los niños y compañeros del colegio de Sant Esteve. Y muchos adolescentes. Parecía que toda la juventud de Ripollet estuviera en el polideportivo, que aparecía, desde la fachada a los laterales, cubierto de flores y coronas.

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En el frontal, doce féretros alineados contenían los cuerpos de diez adolescentes (Raquel Villegas, que falleció el viernes en el hospital de Zaragoza será enterrada hoy) una monitora y el chófer del autobús. Tras ellos, los padres, en hilera, bajo un sol más compasivo que el de Soria, tuvieron que soportar de nuevo la tensión de otro funeral. Derrotados. Con la mirada perdida más allá de los féretros. Rostros de dolor y agotamiento. Entre los sollozos se oyó de nuevo preguntar "¿por qué?".

Eran evidentes las secuelas de la tensión acumulada en las últimas 48 horas y algunos parecían a punto de desfallecer. Esta vez, las caricias de los familiares ejercían de bálsamo. Desde la tarde del jueves, los padres no habían tenido tiempo para descansar. Al menos, para este funeral habían podido cambiarse de ropa. Como ya ocurrió en Soria, médicos y voluntarios de la Cruz Roja iban y venían.

Después de la ceremonia, oficiada por el cardenal arzobispo de Barcelona, Ricard Maria Carles, un religioso dio las instrucciones para la salida de los féretros. Fue el momento más duro. Muchos padres y madres rompieron en llanto desesperado. Comenzaba el adiós definitivo.

La evacuación de los féretros se hizo interminable. Sobre los ataúdes se habían depositado recuerdos. Una camiseta con las firmas de los compañeros de clase, un libro, ramilletes, pequeños detalles. Miles de vecinos aplaudían el paso de los féretros, mientras los organizadores -el Ayuntamiento de Ripollet y el consejo escolar- insistían por megafonía en pedir al público que abandonara el polideportivo. Luego salieron las familias y los más allegados. Doce autocares, uno por cada ataúd, emprendieron viaje hacia los cementerios.

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Poco a poco, Ripollet volvía a la normalidad. Pero no se hablaba de nada más. Por las calles, era fácil observar las huellas del llanto en muchos rostros.

Al filo del mediodía, cuando el cortejo fúnebre de Ripollet se dirigía a los cementerios, en Viladecans comenzaba el funeral de los diez escolares del colegio Modolell que perdieron la vida en el accidente.

La despedida fue también multitudinaria. Unas 15.000 personas salieron a las calles para decir su último adiós a los niños. El funeral conjunto para 10 de los 11 estudiantes se celebró en el polideportivo del colegio. Los actos fúnebres del otro escolar, Marc Canals, se realizaron en la intimidad por deseo expreso de la familia.

Tres horas antes de iniciarse el acto religioso ya llegaron al colegio los primeros participantes. Los comercios no abrieron y en las persianas de muchos de ellos colgaban crespones negros en señal de duelo. A medida que avanzaba la mañana, riadas humanas confluían hacia el polideportivo. Muchos querían entrar pero no podían. Un grupo de profesores se esforzaba por hacer entender que al interior del pabellón sólo podían acceder los familiares más directos. Muchos de los que quedaban fuera eran también parientes y amigos. La ciudad vivió la mayor expresión colectiva de dolor que se recuerda.

El pabellón se encontraba a rebosar mucho antes de que diera comienzo el acto religioso. Los ataúdes de los escolares fueron colocados en el centro de la pista. Cuatro de ellos estaban cubiertos con la camiseta del equipo de baloncesto de la UE Sant Gabriel, y otro, el de Oliver González, con la del equipo de fútbol. En esa misma cancha habían defendido muchas veces el color rojo de los uniformes deportivos del colegio.

Fuera, en el patio del colegio y en las calles adyacentes, los vecinos permanecían apiñados, por miles, bajo un sol de justicia, escuchando la homilía a través de la megafonía del colegio. Hubo desmayos y varias personas tuvieron que ser evacuadas en ambulancias. La organización ya había previsto esta circunstancia y había movilizado equipos médicos y voluntarios de Cruz Roja.

El acto religioso transcurrió en absoluto silencio. Sólo al final algunos familiares y compañeros de los escolares se dejaron llevar por la emoción contenida y estallaron en llanto.

Fuera también se lloraba. Cuando terminó el acto religioso, la multitud formó un largo pasillo para dejar pasar la comitiva de coches fúnebres que se dirigía al cementerio. Lágrimas y aplausos dieron el adiós a los niños en su último viaje.

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