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Historia y política

Debo confesar mi sorpresa cuando leí los titulares anunciando el informe elaborado por la Real Academia de la Historia sobre la situación de la historia en la enseñanza secundaria. Me quedé estupefacto porque había creído imposible que la Real Academia pudiese emitir semejantes manifestaciones tajantes sobre el racismo y la exclusión que aparentemente se predica en las ikastolas, máxime cuando es dirigida por un gran historiador con un incuestionable curriculum, a quien debo, estando yo todavía en Alemania, algunos de mis primeros conocimientos de la historia de España. El estupor se mezcló con indignación porque soy uno de los miles de padres vascos que envían a sus hijos a una de nuestras ikastolas. He trabajado durante varios años como representante de los padres en el consejo rector de nuestra ikastola y presumo de tener ciertos conocimientos directos de este mundo.Puedo asegurar que si durante todos estos años hubiera tenido una mínimamente fundada sospecha de que en este centro escolar estaba ocurriendo algo de lo que sostiene la Academia, mis hijos hubieran cambiado de colegio. Ya está bien de que siempre cuando se agudice el conflicto político en el País Vasco, tarde o temprano, alguien señale a las ikastolas (o los centros escolares del modelo D) como causantes del mal, y además de manera generalizada e indiscriminada. Y es cierto, aunque al principio no quería creerlo: esta vez, los titulares de los periódicos no exageran. En el citado informe hay una sola referencia a las ikastolas y su enseñanza favorecedora del racismo y de la exclusión, y el único ejemplo que se cita (un libro en castellano que no se utiliza en las ikastolas) no aporta ninguna prueba al respecto. En el libro que se utiliza en nuestra ikastola, y en muchas otras más (Gizarte Zientziak, 4-5, editorial Elkar, página 250), se señala expresamente el "racismo" como una de las "ideas que proponía Sabino Arana". También a este libro se le podrían hacer muchas críticas sobre omisiones o el tratamiento de diversos temas, pero no encuentro fomento del racismo ni de la exclusión. Además, tal y como admite el propio informe de la Academia, un buen profesor puede incluso sacar provecho de un mal libro, y emitir juicios tan categóricos sin tener en cuenta la aportación de los miles de profesionales en los centros escolares vascos y navarros no resulta ni justo ni acertado. Sin embargo, el debate no debiera reducirse a estas tesis polémicas, que además han sido ya parcialmente matizadas por el presidente de la Academia (ahora, por lo menos, parecen salvarse las ikastolas de primaria y algunas de secundaria, aunque, según Gonzalo Anes, sólo se ha errado en la forma de presentar las tesis, no en su contenido).

Para encauzar la discusión, quizás merezca la pena incorporar algunas reflexiones acerca de lo que yo considero el meollo de la cuestión: la relación entre historia y política. Y es que no puedo liberarme de la sospecha, después de leer tantas referencias a la "tergiversación" de la historia, a su "visión parcial y vaga" y su dependencia de las "circunstancias políticas", de que aquí se está volviendo a un concepto de la historia neohistoricista, con unas premisas cuando menos discutibles. No me cabe la más mínima duda de que entre los libros analizados habrá buenos, malos y malísimos, como los habrá entre los profesores de Euskadi, de Andalucía y de Chechenia. Ahora bien, intuyo también que detrás de las críticas tan generalizadas y carentes de pruebas concluyentes de la Academia se esconde la idea de una historia objetiva e impenetrable por las coyunturas políticas, una historia inmaculada frente a la cual cualquier desviación de este modelo se convierte en tergiversación.

Quizás convenga recordar, antes de proseguir con este debate, que la propia historia de la historiografía demuestra bien a las claras que el debate acerca de la objetividad y de la parcialidad es un debate artificial. El propio Leopold von Ranke, con su intención de "describir la historia tal y como ocurrió" mediante la inmersión del historiador en las fuentes, traficaba en sus escritos, a escondidas, con determinados valores, ideas, intereses y creencias. Quizás convendría admitir, tanto por parte de las autonomías como de la Academia, que, a lo mejor, lo que a primera vista nos puede parecer parcial o tergiversado, visto desde la perspectiva del otro lado pueda tener su plausibilidad. Este relativismo nos permitirá admitir diferentes interpretaciones de la historia, todas ellas parciales por definición e influenciadas por circunstancias políticas, y distinguir entre un gran número de interpretaciones posibles, a menudo contradictorias entre sí, de la historia, por una parte, y deformaciones de la historia, por otra. Estas deformaciones se producen en los casos en los que no se respetan las reglas de juego básicas y elementales para cada historiador desde los tiempos de Ranke; cuando, por ejemplo, el previo compromiso político del historiador llega a tal extremo de impedir que en el proceso de investigación docencia sean tenidas en cuenta previas aportaciones historiográficas con resultados no concordantes con los suyos; cuando la negación del carácter selectivo y parcial de todo conocimiento se convierte en una barrera para el contraste de diferentes enfoques alternativos; cuando se transgreden las reglas de la lógica formal; cuando el conocimiento histórico se moldea conforme a determinados intereses políticos; cuando este conocimiento se instrumentaliza para crear condiciones políticas y sociales incompatibles con la libertad y el pluralismo, imprescindibles para el buen funcionamiento de la historia y de cualquier otra ciencia, y, finalmente, la deformación de la historia se produce cuando el historiador no facilita al interesado la posibilidad de reconstruir y verificar los diferentes pasos de su investigación.

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Reinhardt Koselleck ha hablado del "poder de veto de las fuentes", y es que, mal que les pese a los postmodernistas, la ciencia histórica no es pura ficción y literatura, de manera que quien niegue la realidad del Holocausto, pese a la abrumadora evidencia de las fuentes -por mencionar sólo un ejemplo-, en ningún caso puede hacerse llamar historiador. Esta lista no pretende ser ni de lejos exhaustiva y cabría añadir otras tesituras. Insisto en mi opinión de que sin un mayor relativismo, una mayor conciencia sobre el peso de factores políticos, ideológicos y culturales en nuestra propia labor, y sin una renuncia a la denuncia tremendista del otro y sus interpretaciones de la historia, el debate sobre la reforma de las humanidades y, dentro de ella, de la enseñanza de la historia, con lo necesario que es, se convertirá en un diálogo de sordos.

Sé perfectamente que los tiempos que corren no invitan precisamente al relativismo histórico ni a escuchar los argumentos del otro. Pero si los historiadores alemanes han llegado a consensuar después de largas y a veces durísimas discusiones, con el trasfondo de una historia plagada de confrontaciones bélicas, libros de textos de historia con sus colegas polacos y franceses, ¿por qué no va a ser posible algo parecido aquí?

Ludger Mees es profesor de Historia Contemporánea de la UPV y coautor de El péndulo patriótico. Historia del Partido Nacionalista Vasco.

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