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La necesaria política cultural

Nunca fue la cultura cosa privada, aunque aparentara serlo. Los emperadores romanos tenían la suya; los mecenas renacentistas, también, y no digamos los monarcas hispanos de antaño. Pero el Romanticismo nos hizo creer en la espontaneidad del arte y en la obligada oposición a lo público y oficial. Hasta que llegó la política cultural explícita del siglo XX. Trajo consigo virtudes y miserias. Fijándose en éstas, algunos observadores (como es el caso reciente de Álvaro Delgado Gal en este mismo periódico, EL PAÍS, 31 de marzo de 2000) abogan por una liberalización económica de la cultura y por la disminución del patronazgo público, que podría entenderse como manipulación. Según ellos, pareciera que la política cultural hubiese de recluirse en lo regulativo o circunscribirse a la protección de un patrimonio artístico incontestado.La tentación abstencionista es comprensible, pero ingenua. Lo es porque resulta sencillamente irrealizable. Hoy en día, la implicación pública en el sostén de las artes y de la cultura se ha hecho ineludible. Para empezar, la presencia pública en el reino cultural no resulta de capricho ideológico alguno. Así, la enorme expansión del gasto cultural en los países occidentales a partir de los decenios de 1960 y 1970 fue propiciada por las crecientes necesidades de financiación que experimentaban las instituciones tradicionales, como las casas de ópera, teatros y orquestas sinfónicas. Fue aquello -y no sólo la decisión de Malraux de inventar en Francia un Ministerio de la Cultura- lo que definitivamente consagró la política cultural como campo propio de acción gubernamental. Tras la desprivatización de la Scala milanesa y más tarde del Liceo barcelonés -últimos baluartes de coliseos pertenecientes a sus burguesías respectivas-, se hace patente ya la imposibilidad de producir ópera en Europa sin subsidios. Ningún grupo de patrióticos industriales alzará hoy sobre la ría bilbaína un Museo Guggenheim ni sufragará los costes de una compañía de danza, aunque lo haga tal vez con algún concurso internacional de piano (sucede en Santander) o de novelas (sucede por doquier). De hecho, hasta en Norteamérica ha podido constatarse que el mecenazgo privado es incapaz de sostener por sí mismo, ni en conjunción con el mercado, un desarrollo cultural equilibrado.

La ingenuidad del argumento privatizador se extiende al hecho de que desconoce la nueva complejidad de la situación. En un mundo cultural mediatizado por los medios (valga la expresión) y en el que la cultura es todo menos superestructura -por decirlo según una expresión otrora cara a cierta izquierda- no puede esperarse, ni por asomo, que los poderes públicos la vayan a soltar de su mano. Por lo demás, la dejación pública en asuntos de arte y cultura tendría repercusiones muy negativas para el frágil ecosistema de nuestra dinámica cultural. Aunque, hablando de ingenuidades, sería inadmisible sostener que la presencia de lo público no tiene también sus inconvenientes y defectos, que hay que corregir en cada caso, pues nadie en su sano juicio debería abogar por el dirigismo cultural, por mucho que la frontera entre la libertad del creador, por un lado, y las intenciones del gerente cultural y del gobernante, por otro, sean a veces demasiado borrosas.

La liberalización del precio del libro, por ilustrar lo que decimos, es una intervención estatal a la inversa. Trátase de una política cultural que incrementará las fuerzas malignas que socavan al librero tradicional y abrirá las puertas a la asfixia del pequeño e intrépido editor de obras arriesgadas y minoritarias. (Las librerías supermercado, así como la manufactura mediática de best-sellers, ya habían comenzado por su cuenta la faena de demolición literaria). ¿Deseamos el predominio del libro desechable y de superventas? ¿El constreñimiento, vía libertad mercantil, de la capacidad innovadora y el agostamiento de la diversidad en las librerías? La aplicación ciega de principios privatizadores simples es tan letal como la no menos ciega de los fanáticos del intervencionismo estatalista. Visiten ustedes eso que se suele llamar una gran superficie de libros y enseres audiovisuales y compárenla con las antiguas y hoy menguantes liberías tradicionales.

La actitud abstencionista en nombre de una libertad identificada con lo privado en toda su pureza ideológica -con soberana ignorancia del poder de cualquier empresa cultural potente- conlleva peligrosas servidumbres para la cultura. Hay que asumir, ante todo, la esencial problematicidad que posee toda política cultural pública, pero ello no basta para que la descalifiquemos como algo intrínsecamente dañino. Hay que evaluar, estudiar sus repercusiones, sopesar méritos, considerar si lesiona o no los derechos y libertades de nuestros compositores, escritores, poetas, pintores y gentes de teatro, entre otros, así como los de nuestros conciudadanos, que se nutren de sus creaciones.

Lo que hace falta, a nuestro juicio, es un análisis sereno de lo que aporta la política cultural. De ello en nuestro país no se tiene plena conciencia, prisioneros como estamos aún los españoles de la foto fija de la encuesta, con la supuesta elocuencia de las cifras y los porcentajes. A menudo las cifras son fehacientes, sí, pero también, no pocas veces, irrelevantes. En cualquier caso, no hay duda de que requieren interpretación parsimoniosa y cotejo con asuntos que no son nada cuantificables, muchos de ellos, qué casualidad, de naturaleza cultural.

Salvador Giner y Arturo Rodríguez Morató son profesores de Sociología en la Universidad de Barcelona. El último es presidente de las asociaciones española e internacional para el estudio sociológico del arte y la cultura.

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