Transgredir la pintura
JOSU BILBAO FULLAONDO
Un día más he bajado a Madrid. En esta ocasión, el circuito de PH00 que he recorrido ha sido el dedicado a la vanguardia. Entre las cinco ofertas me ha llamado especialmente la atención la del japonés Yasumasa Morimura (Osaka, 1951). Había tenido ocasión de ver algunos trabajos sueltos de este autor con motivo de su participación en Arco, pero ahora presenta por primera vez en España, en la Fundación Telefónica, una exposición individual. El titulo es La historia del arte y recoje, con gran dosis de ironía y regodeo, una colección de imágenes realizadas a partir de reproducciones de grandes obras maestras de la pintura europea.
Su trayectoria artística es apabullante y no es de extrañar que esté considerado como uno de los creadores nipones con mayor proyección internacional. Sus exposiciones han recorrido galerías de prestigio norteamericanas, europeas y, en buena lógica, las de su propio continente. Entender sus criterios estéticos es penetrar en el ámbito cultural que vivió Japón una vez perdida la Segunda Guerra Mundial. La influencia occidental comenzó a convivir con las tradiciones milenarias del archipiélago. Dos culturas con profundas diferencias, distanciadas en postulados filosóficos, fueron las que conformaron el universo creativo de Morimura. De esta manera no sorprenden los códigos ambiguos con los que elabora sus fotografías.
Estructurada la idea principal, la realización arranca por la toma fotográfica de una obra plástica de prestigio. Partiendo de ella, el rostro del personaje que representa se sustituye por el del propio fotógrafo, a modo de un fotomontaje. Sin duda, los rasgos orientales en un lugar inesperado, donde la memoria plástica nos aporta otro componente puede resulta chocante. Incluso, como insinúa Pilar Gonzalo en el prólogo del catálogo, llegaría a convertirse en algo subversivo para un espectador que no escape del punto de vista tradicional.
Estos estímulos rebeldes crecen desde una técnica depurada. Para armonizar el conjunto y evitar contrastes de color o configuraciones que olviden la propia referencia inicial, utiliza maquillajes, decorados y vestimentas de toda índole, tampoco faltan tratamientos informáticos. Una combinación de artesanía y tecnología avanzada para ensamblar dos conceptos cargados de matices susceptibles a la más aventurada interpretación.
Así, con estos autorretratos travestidos se llega a la obra final. El artista se vincula de tal manera a la obra que su propio cuerpo se convierte en un signo. Puede entenderse como una crítica y un homenaje simultáneo a obras relevantes del arte occidental. Las alusiones son de lo más diverso. Francia se encuentra sobradamente representada por autores del siglo XIX. Paul Cézanne, con su bodegón Manzanas y naranjas, se encuentra en lo que el japonés titula Criticis and the lover, donde los frutos se han convertido en pequeñas cabezas de colores. Edouard Manet ofrece su inspiración desde el Folies-Bergères.
En lo que respecta a los autores españoles, Velázquez presta para el espectáculo La infanta doña Margarita de Austria; Goya, su Maja desnuda y su memorable Fusilamientos de la Moncloa, donde el desparpajo de Morimura hace que se convierta él mismo, en victima y verdugo. No contento, echa mano de algunos de los bodegones de Zurbarán, Meléndez y Viladomat.
Si miramos hacia otro lado nos encontramos con La lección de anatomía, de Rembrandt. En este caso, interpreta al maestro, al alumno y, como no podía ser menos, al cadáver. Su versatilidad es tal que se transforma en el propio Van Gogh cuando recompone el autorretrato de la oreja cortada. Es una obra enormemente divertida y provocadora, próxima a lo que se ha definido como performance, y en su permanente desdibujar ofrece connotaciones herederas de la action painting. En la visita, el impacto está garantizado. Entre otras grandes figuras de referencia, como en otros muchos tratados de historia del arte, no falta un guiño cariñoso para Andy Warhol.
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