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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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La inquietante señora Rendell

¡A veces es tan fácil hacer el bien! Fíjense en mí, sin ir más lejos. El otro día le regalé a mi asistenta la última novela de Ruth Rendell, El daño está hecho, y leí el agradecimiento en su mirada (fomentado, supongo, por el hecho de haberle acabado de pagar su salario). Me acababa de llegar por cortesía de los chicos de Grijalbo-Mondadori y, lamentablemente, ya la había leído hacía un año en su versión original. Sí, podía habérsela obsequiado a algún amigo, pero me habría encontrado en la situación habitual: los fans de la señora Rendell ya la tendrían y el resto me diría que no está para perder el tiempo leyendo thrillers menores de otra de esas menopáusicas británicas que, según ellos, escriben para las clases populares o, a mucho aspirar, para la mujer del vicario.Es curioso el ninguneo a que es sometida en este país la literatura de corte policial. Si la edita Tusquets o Anagrama, puede que algún crítico cejijunto se rebaje a echarle un vistazo. Pero si el editor es Grijalbo o Planeta, el citado crítico cejijunto no se molesta ni en quitarle el plástico al ejemplar que le acaba de llegar. Y si por casualidad ese libro encuentra un crítico menos cejijunto de lo habitual, no les quepa la menor duda de que aparecerá en los suplementos literarios de los periódicos en el peor lugar, sin foto, reducida su reseña a la mínima expresión, como si el redactor jefe comprendiera pero no disculpara la frivolidad en la que ha incurrido su colaborador al tomar como literatura lo que no es más que un divertimento para lectores poco exigentes.

En fin, ellos se lo pierden. Y lo digo habiendo sido uno de ellos. También yo hacía distinciones entre la novela negra y la auténtica novela. También yo pensaba que Patricia Highsmith estaba bien porque estaba bien y, sobre todo, porque figuraba en el catálogo de Anagrama. Pero todos esos prejuicios se fueron al carajo cuando descubrí que había un montón de excelentes autores del género policial que jamás serían tomados en serio por los críticos cejijuntos y que maldita la falta que les hacía.

A Ruth Rendell la descubrí un fin de semana en Cadaqués, en casa de unos amigos que nunca fueron de la gauche divine. Había ido sin libros y buscando algo en su biblioteca di con un tomo de la editorial Orbis que recogía tres novelas de la señora Rendell. Me las tragué seguidas en un par de días. Y nada más volver a Barcelona me acerqué al Crisol de Consell de Cent y me dejé 20 papeles en un montonazo de libros de tan inquietante narradora. Fue así como descubrí que la respuesta británica a Georges Simenon y Patricia Highsmith iba a ser a partir de entonces una presencia familiar en mi horizonte como lector, se pusieran como se pusieran los cejijuntos de marras: en los libros de la señora Rendell había más y mejores reflexiones sobre la conducta humana que en todas esas novelas ambientadas en pueblos de León durante la posguerra que pasan por ser las perlas de la literatura contemporánea.

Un par de años después, por cortesía de Qué Leer, pude entrevistar a la señora Rendell en su pisito junto al Regent's Park londinense. Mi fotógrafo, un excelente chaval británico un tanto metepatas, estuvo a punto de que nos echara a la calle a los dos por proponerle que posara con una lupa en la mano (nunca olvidaré la mirada de odio que le lanzó nuestra anfitriona mientras clamaba: "¡Ni hablar!"). Pero el cabreo se le pasó pronto y pudimos conversar durante un par de horas. No me ofreció nada de beber. Ni se me ocurrió la posibilidad de encender un cigarrillo. Jamás me atreví a apoyar la espalda en el respaldo de la silla. Me limité a clavar mis ojos en los suyos, que eran de persona que se ha asomado a los abismos más insondables del horror humano y lleva desde entonces viviendo en un permanente estado de vértigo. Su marido, con el que se ha casado dos veces ("probablemente no encontré a nadie mejor durante los tres años que estuvimos separados", me dijo), no hizo acto de presencia en ningún momento (le imaginé fabricando cerveza casera en el cobertizo, como al inefable George Roper).

Temas de conversación: las cosas tan extrañas que puede hacer el ser humano, los horrores que subyacen bajo las apariencias más inofensivas, el crimen como posibilidad al alcance de cualquiera de nosotros... Decididamente, aquella mujer le había dado muchas vueltas al espanto existencial. Y si le hubiera dado forma de ensayo pretencioso, los críticos cejijuntos la adorarían.

Afortunadamente se ha mantenido dentro de la ficción. Aunque cada vez le resulte más difícil separar, como hacía Simenon, las novelas de género de las de ideas. Al principio, la Rendell más atroz no se empleaba a fondo en las novelas del inspector Wexford. Pero eso ya no es así: El daño está hecho lanza los peores horrores del mundo contemporáneo a la cara del provecto polizonte de Kingsmarkham con una contundencia que Simenon nunca empleó con su Maigret. El resultado es espléndido; pero, eso sí, lamentaría que la crudeza del libro deprima a mi asistenta y le haga replantearse su lugar en el mundo: no se imaginan lo bien que plancha mis camisas.

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