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Inmigración: ¿reformar la ley o impulsar el consenso?.

La Ley Orgánica de los Derechos y Libertades de los Extranjeros en España y su integración social (LODYLE), aprobada al final de la legislatura anterior, es objeto de una fuerte polémica no por la regulación general de la extranjería, sino por las soluciones que prevé para la inmigración, es decir, para los trabajadores extranjeros -y sus familias-, que vienen a España desde países más pobres que el nuestro. Como se recordará, la ley se aprobó en vísperas de las elecciones con los votos de todos los grupos parlamentarios menos los del Partido Popular, que rompió en el Senado el consenso que había predominado en su tramitación. El Gobierno pretende reformar ahora la ley, y la verdad es que puede hacerlo porque en este momento tiene mayoría suficiente en las Cortes. Pero semejante iniciativa puede acarrear serios problemas sociales. Para explicarlo es preciso aludir al fracaso de la legislación anterior, a los progresos que significa la ley actualmente vigente, a las críticas del Gobierno y, finalmente, al problema fundamental que puede acarrear la reforma de la ley, la fractura definitiva del consenso social sobre la inmigración.La anterior Ley Orgánica de Extranjería, de 1985, se elaboró meses antes del ingreso de España en la Unión Europea, con un espíritu muy restrictivo para evitar que se estableciera una población inmigrante en España -entonces era muy reducida- y de paso contentar a países como Alemania, Francia o Bélgica, que ya tenían una alta inmigración y habían cerrado sus fronteras a nuevos inmigrantes en 1974, tras la crisis del petróleo. Para impedir la inmigración, las vías de entrada legal en España eran prácticamente imposibles, los permisos de trabajo y residencia resultaban muy difíciles de conseguir y de corta duración, no se preveía la reagrupación familiar, se recortaban los derechos fundamentales e incluso se negaba a los inmigrantes las prestaciones sociales a las que contribuían con sus cotizaciones. Para asegurar la aplicación de unas normas tan restrictivas se daba el protagonismo a la estrategia policial, de manera que la detención y la expulsión amenazaban continuamente la vida de los trabajadores extranjeros.

Pero aquel modelo restrictivo y policial de inmigración ha fracasado porque los tribunales -el Supremo, el Constitucional y el Tribunal Europeo- han ampliado notablemente los derechos de los inmigrantes respecto a su reconocimiento legal, porque la política de expulsiones ha tocado techo (se realizaban la mitad de las decididas) y, sobre todo, porque todos los obstáculos legales no han impedido el establecimiento de un sector significativo de inmigrantes desde hace varios años. Los inmigrantes llegaban a España como podían, como turistas o en pateras, buscaban trabajo y sólo después, si podían, legalizaban su situación. Las sucesivas regularizaciones extraordinarias decretadas por los Gobiernos y el establecimiento de seudocontingentes son la mejor prueba del fracaso de esta legislación.

La ley recién aprobada que intenta cambiar esta situación, la LODYLE, es más o menos equivalente a las leyes que existen en la mayoría de países comunitarios, donde se frena la nueva inmigración -eso es verdad-, pero se reconocen amplios derechos a quienes llevan varios años en el país, buscando su integración para evitar el racismo y los conflictos sociales, cosa que hasta ahora no se había hecho aquí. La ley no reconoce más derechos a los extranjeros que las europeas (por ejemplo, no les otorga el derecho de voto, que ya les han reconocido cinco Estados europeos), pero, a diferencia de ellas, prevé algunos mecanismos que supondrán un aumento moderado de la población inmigrante (por cierto, igual que hace la nueva ley de Italia, que también es un país con escasa inmigración).

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La verdadera novedad de la ley vigente estriba en que sustituye el rechazo a la inmigración y la solución policial por un modelo de inmigración más complejo y democrático que debería servir de fundamento al Gobierno para realizar una política seria y moderna: prever y canalizar la llegada de trabajadores extranjeros y de sus familias y procurar su integración social. Así, prevé los contingentes laborales como vía normal de entrada de los trabajadores extranjeros, reconoce la reagrupación familiar (que es un derecho fundamental pero que sin duda incrementará la inmigración) y otorga a los residentes legales la mayoría de derechos de los ciudadanos. Además, establece los permisos permanentes, a partir de los cinco años de residencia, para eliminar la precariedad y potenciar una inmigración estable, y cambia notablemente el sistema de infracciones y sanciones, de forma que la expulsión deja de ser el elemento principal del sistema, salvo para quienes cometan algún delito.

En definitiva, la ley responde a la nueva situación existente en el país, que ya cuenta con una inmigración estable, y encauza su futuro crecimiento. Las críticas realizadas por el Gobierno a la ley son poco sólidas; algunas son falsas (su contradicción con la normativa europea); otras engañosas (para combatir el tráfico de inmigrantes basta reformar el Código Penal), y otras, imposibles de saber (el manido efecto llamada, que en todo caso provendría de la regularización más que de la ley). Pero lo más sorprendente de las propuestas del Gobierno es que globalmente se caracterizan por retornar a la normativa anterior, restrictiva y policial, que ha fracasado rotundamente.

Sin embargo, el punto más importante de la reforma que propone el Gobierno no estriba tanto en su contenido como en su significado. Hay que recordar que, antes de la aprobación de la LODYLE, las asociaciones de inmigrantes y las ONG que trabajan en este ámbito estaban radicalmente en contra de la legislación anterior, y que durante la tramitación de la ley actual cambiaron su postura y acabaron apoyándola. Se alcanzó así una parte del consenso social indispensable para una correcta convivencia, la aceptación de la ley por parte de los propios afectados, los trabajadores extranjeros y sus familias. Pero entonces faltó el acuerdo de otro sector, los ciudadanos que sólo consideran la inmigración como un problema y que se vieron representados por la quiebra del consenso parlamentario que realizó el PP; lógicamente, este sector valorará la reforma como su victoria.

Tenemos una ocasión de oro (baja tasa de inmigración, necesidad de mano de obra extranjera, conveniencia de aumentar la población joven) para alcanzar un consenso social general sobre la inmigración y asentar una convivencia que en todas partes resulta difícil. Pero, si se reforma inmediatamente la ley, sin nuevos datos, con la misma dinámica que se utilizó en su tramitación, es previsible que las asociaciones de inmigrantes y las ONG vuelvan al rechazo global de la legalidad y los sectores más xenófobos se sientan reforzados. Se frustrará así por un largo periodo el consenso social, pero, como la inmigración seguirá existiendo, se abrirán las puertas a conflictos envenenados.

¿Cómo evitar este peligro e incrementar el consenso político y social sobre la inmigración? La respuesta no es difícil, ni ha de resultar ominosa para el Gobierno. La LODYLE entró en vigor el 1 de febrero, hace muy pocos meses. Lo más prudente para el Gobierno sería aplicarla lealmente durante un tiempo, valorar después sus resultados, elaborar un Libro Blanco explicando a la sociedad sus efectos y, en su caso, modificar las normas inconvenientes; por ejemplo, dentro de un año, ya que el Gobierno tendría aún la mitad de la legislatura para realizar la reforma. Ahora es imposible valorar las novedades de la ley, porque ni siquiera se ha aprobado su reglamento de desarrollo ni se ha consultado a las comunidades autónomas, como exige la ley; ni, por supuesto, se ha publicado ningún informe que justifique la reforma. En estas circunstancias, si el Gobierno insiste en modificar la ley, ciertamente tendrá la mayoría parlamentaria suficiente para su aprobación sin necesidad de consenso parlamentario, pero ¿está seguro de que no necesitará en el futuro -necesitaremos todos- el consenso social sobre la inmigración?

Eliseo Aja es catedrático de Derecho Constitucional y coordinador del libro La nueva regulación de la inmigración, publicado recientemente por Tirant lo Blanc.

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