¿Aceptaría como amigo a...?
Por los años veinte, un científico social tuvo la feliz idea de construir un termómetro social que nos permitiera saber el grado de relación que las personas estaban dispuestas a mantener con otras. Su invento era muy sencillo, lineal y acumulativo, como los tiempos en que lo realizó. Simplemente consistía en hacer la siguiente pregunta a las personas, ¿estaría dispuesta a admitir a una persona extraña como turista de su país? Si contesta afirmativamente, se hacen nuevas preguntas: ¿le otorgaría los mismos derechos que a los ciudadanos? Y sigue ¿le aceptaría como compañero de trabajo? Si se continúa res-pondiendo afirmativamente, entonces se le pregunta ¿le aceptaría como vecino?, y a continuación ¿le aceptaría en el grupo de amigos?, y así sucesivamente hasta llegar al último nivel, la distancia más corta ¿Si llegara el caso, le aceptaría como miembro de su familia? Es la medida de la distancia social, en definitiva, de las relaciones personales. El supuesto del científico era que la aceptación de otra persona en las distancias cortas, presupone automáticamente que se le acepta en las distancias más largas. Si se acepta a alguien como amigo, razón de más para aceptarle como vecino o compañero de trabajo, etc.Actualmente la medida propuesta de distancia social parece complicarse, quizá porque ya no estamos en aquel tiempo lineal y acumulativo. Vivimos una época de inflación social y déficit personal. Es más fácil entenderse y relacionarse con el extraño, del que podemos hasta desconocer su edad, sexo y origen, pero con el que dialogamos y hacemos planes, por ejemplo, a través de los chats, los grupos de discusión o mediante simples correos electrónicos.
Estamos en una época donde aceptamos la relación con el extraño y el que está lejos, pero no sabemos comportarnos con el que tenemos al lado. Se acepta sin problemas la relación de igual a igual con el otro, al tiempo que se niega esa relación a la mujer, marido, hijo o novia. Es una época de éxito social y desánimo personal.
Las últimas encuestas parecen indicar que estamos bastante satisfechos sobre cómo van las cosas, tanto en lo económico como en lo político. No sólo eso; en general, se ve el futuro inmediato con cierto optimismo, muchos españoles piensan que las cosas irán a mejor o, en el peor de los caos, seguirán igual. Hasta nuestros políticos del gobierno están consiguiendo inculcar en la opinión pública la sensación de que el PP está actuando y sabiendo llevar bien los asuntos y temas pendientes. Si surge un tema escabroso de listas de espera, se crea rápidamente una comisión de seguimiento y se toman las primeras medidas de choque. Si algún desatino de políticos concretos reaviva el tema de la corrupción, se ataca de frente el desacierto y la persona abandona su cargo. Lucas lo hizo casi sin darnos cuenta, a Zaplana le cuesta un poco más. Y si de violencia doméstica hablamos, Acebes intenta calmar el desánimo distanciando al agresor del hogar en el que se realice la agresión, extrañando al otro sin mediar proceso judicial.
De repente, España se ha hecho mayor, rebosa satisfacción y confianza. Se hacen pequeñas modificaciones, aunque nunca cambios radicales. Se reforma levemente la LOGSE, se anuncia nuevos planes para la Universidad, se aplica el nuevo sistema de declaración fiscal, se privatizan... En definitiva, se emprenden una tras otra las reformas que había anunciado Aznar en su discurso de investidura. Satisfacción, confianza y reformas moderadas son los elementos básicos que definen el panorama democrático de los tiempos actuales.
Sin embargo, la cuestión de la distancia social parece no encajar bien en este panorama. Algo pasa cuando asistimos a una euforia de lo público y a una depresión en lo personal, en lo cercano. Las distancias sociales cortas, las vidas privadas, las relaciones sociales están convulsionadas. Mientras el ciudadano dice sentirse bien junto a los más cercanos, y señala que la familia y los amigos son lo más importante en sus vidas, la violencia doméstica se recrudece día tras día. Según dicen, los ejecutivos prefieren ganar un poco menos con tal de tener tiempo para estar con los suyos, aunque todos sabemos que ya nadie vive hacia dentro, en sus casas. Los jóvenes señalan el diálogo, la renuncia a la violencia y el ser uno mismo como metas importantes y, sin embargo, los fines de semana están repletos de lo contrario. También quieren ser ellos mismos, ser autónomos e independientes, al tiempo que dicen no tener prisa en salir del hogar familiar.
Esta disparidad entre el bienestar social y el malestar personal, entre lo lejano y lo cercano, no deja de tener su lógica. Nos enfrentamos a una época de exaltación del individuo, donde estamos alcanzando niveles de autonomía e independencia personal hasta hace muy poco impensables. Este ensimismamiento y adicción a uno mismo nos impide aceptar al que está más próximo. En poco tiempo seremos transeúntes capaces de hablar, dialogar y hacer planes con alguien que está a cientos de kilómetros, pero incapaces de hablar y entendernos con el que va a nuestro lado. El "sin manos" y la difusión del uso de Internet serán el ejemplo más patético del éxito en la distancia social y el fracaso en la cercanía personal.
En algo tienen razón los que han destapado la vuelta a los valores tradicionales, si no fuera porque están defendiendo simples contravalores. Pero es cierto que con más leyes, más casas de acogida, más dinero para la educación, más infraestructuras policiales y judiciales no vamos a conseguir mucho. Estamos en una época en que una mayor inversión estructural y económica ya no produce cambios sustantivos. También es imprescindible abrir un debate entre políticos y con los ciudadanos para reconstruir un nuevo sistema de valores, junto con menos planes de choque y más redes de seguimiento continuado.
Los tiempos han acabado desautorizando la medida directa de la distancia social. Aceptamos mejor la comunicación con el extraño, al mismo tiempo que se hacen insoportables las relaciones con lo más cercano y conocido. Está llegando el momento de reinventar una vez más nuestro mundo privado y personal.
Adela Garzón es directora de la revista Psicología Política.
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