Un museo con (poca) historia JOSEP M. MUÑOZ
Lo que mal empieza, mal está. Esta inversión del conocido refrán podría servir para definir la actual situación del Museo de Historia de Cataluña (MHC), tras la dimisión de su director -una dimisión forzada por su incomprensible compatibilidad de cargos, así como por una gestión que ha evitado enfrentarse con los grandes problemas que tiene planteada la institución-. Y a la vez podría encabezar también una necesaria reflexión sobre los equipamientos culturales en nuestro país, en un momento en que la reforma o construcción de los contenedores (MNAC, Macba, Liceo, etcétera) está dejando paso a la gestión, mucho más difícil y compleja, de los contenidos.Hagamos un poco de historia. El Museo de Historia de Cataluña fue creado por disposición de la presidencia de la Generalitat, desde la convicción que pueblos en los que la historia ha condicionado de forma muy importante su presente -como el judío- y que quieren afirmar su identidad -como el quebequés- requieren de un museo que explique, a ellos y al mundo, su historia. El MHC fue, pues, una decisión estrictamente política. Lo que no equivale a decir, en absoluto, que fuera una mala decisión: después de todo, las sociedades cultas son aquellas que se interrogan sobre su pasado, y no está nada mal que haya un sitio para explicarlo. El problema, como siempre, reside en cómo se hace.
A causa de su peculiar concepción, el MHC no forma parte del diseño racional de la red museística que la Ley de Museos aprobada por el Parlament trató de establecer: no cabe en ninguna de las categorías que allí se establecen. No es, ni siquiera, propiamente un museo: no posee una colección de obras únicas. No tiene autonomía de gestión (es una simple dependencia administrativa del Departamento de Cultura), ni patronato que rija sus destinos. Por no tener, no tiene ni un comité que asesore al director. Se nombró a una comisaria del proyecto, Carme Laura Gil, y luego, en 1996, con el museo terminado a toda prisa para poder inaugurarlo antes de unas elecciones, se nombró a un director sin ninguna experiencia en el campo museístico pero con probadas amistades políticas. No debe extrañar, pues, que en su desigual programación expositiva haya puesto más atención en cubrir unas cuotas de representación (hoy una exposición sobre el PSUC, mañana otra sobre CDC) que en plantear un programa realmente coherente que sólo puede nacer de la investigación.
La exposición permanente, hoy ya envejecida, muestra la incapacidad de cierta historiografía de la que es deudora para tratar la Cataluña contemporánea: el espacio expositivo dedicado a los siglos XIX y XX -con mucho, los siglos más decisivos para explicar nuestra realidad- es muy inferior respecto al dedicado a otras épocas pretéritas. Así, mientras la visita empieza con una enorme visión de la montaña de Montserrat -el territorio-, los apartados dedicados al franquismo son francamente caricaturescos, como esa comparación entre la escuela republicana y la escuela franquista que parece sacada de un montaje de Dagoll Dagom. La gente, el sujeto histórico, está ausente del museo, y cuando lo está, predomina el punto de vista del patrón, como en la sección dedicada a la industrialización: curiosa inversión de términos para una propuesta que se quiere radical.
El museo deberá nombrar ahora a un nuevo director. Sería conveniente que, en éste como en otros nombramientos -el del director del Institut Català d'Estudis de la Mediterrània, por ejemplo-, se arribara a un consenso parlamentario e institucional. Pero previamente, para no poner el carro delante de los bueyes, debería producirse una discusión amplia sobre qué esperamos de ese museo que no es museo. Qué objetivos debe cumplir -colección, difusión, educación, investigación- y con qué medios se le debe dotar. Por lo que se sabe, ahora mismo no tiene dinero ni para reformar su exposición permanente ni para proyectar un programa mínimamente ambicioso de exposiciones para el año que viene. La política no debería pasar de nuevo frente a la cultura: sepamos qué hacer con ese equipamiento varado en el Port Vell, cuál es su modelo, si el vecino Maremágnum o el Museo de la Civilización en el Québec. Démosle autonomía de gestión, y nombremos a un comité asesor. Definamos cuál debe ser el papel del Centre d'Historia Contemporània de Catalunya (CHCC), ubicado en el Museo, tras la inminente retirada de su director, Josep Benet.Y establezcamos de una vez su sitio dentro del mapa museístico. ¿Será pedir demasiado en este país, a menudo más pendiente de las lealtades políticas que la de la profesionalización de sus gestores culturales?
Josep M. Muñoz es historiador y director de la revista L'Avenç.
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