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El PSOE y la nueva izquierda

Sobre el estado actual del PSOE nos encontramos, dentro y fuera de sus filas, con diagnósticos muy diferentes. Para algunos haber mantenido ocho millones de votos "después de lo que ha llovido" no es para rasgarse las vestiduras. Supone un punto de arranque que haciendo las cosas medianamente bien alienta la esperanza de una recuperación, sobre todo si se tiene en cuenta que es el partido gobernante el que sufre el desgaste, incluso el hastío que conlleva mantener el poder. Expectativa que se refuerza cuando en las próximas elecciones el PP -si Aznar es fiel a su palabra, y nadie lo duda- tendrá que cambiar de cabeza de lista, con las consiguientes tensiones. De creer a Felipe González bastaba con que volviera a dirigir el partido para que la victoria estuviera asegurada. Tiene que ser duro para una militancia que no sueña con otra cosa que en regresar al poder oírle jactarse de que él sabe muy bien cómo recuperarlo, pero como no le da la real gana, su papel se reduce a anunciar las catástrofes que se avecinan por esta falta de voluntad.Empero, la mayor parte de la gente, de dentro y fuera del partido, hace tiempo que ha dejado de creer en un discurso que se apoya exclusivamente en las dotes carismáticas del gran líder. En 1996, después de la "derrota dulce" -según su acostumbrada modestia, le habría faltado una semana de campaña para haber ganado las elecciones- aún pudo encandilar al partido propagando la certeza de que Aznar no conseguiría la investidura y, ya presidente, de que iba a durar todo lo más un año. La sensación de derrota empezó a extenderse cuando, agotado con creces este plazo, el Gobierno del PP, pese a los esfuerzos realizados para tumbarlo, no había hecho más que robustecerse. Oponerse a un Gobierno que despreciaba profundamente y que, para mayor escarnio, pese a sus pronósticos, no lo hacía nada mal, resultó una tarea que, hecha a desgana, sólo le trajo disgustos y sinsabores, con pérdida diaria de prestigio, a la espera de que en cualquier momento se le criticase incluso desde sus propias filas. Sin anunciarlo con la debida antelación, como hubiera exigido el comportamiento democrático más elemental -el respeto de la democracia interna nunca ha sido su fuerte- dimite en una operación sorpresa que le deja el campo libre para llevar a cabo el relevo sin tener que marcharse del todo. A la espera de lo que trajesen los acontecimientos, cayó en la tentación, propia de todos los caudillos, de intentar gobernar por persona interpuesta. Lo inmediato era conservar el orgullo de líder imbatible, dejando claro que a él nadie le había echado y que podía volver cuando le diese la gana.

Joaquín Almunia convoca unas primarias a destiempo, sin otro fin que legitimar el poder delegado que había recibido en un congreso que no había tolerado candidato alternativo ni había sabido integrar a nadie que no se moviera en la fidelidad más estricta al jefe máximo. Un dubitativo José Borrell, que seguía sin saber si tenía agua la piscina, pese a haber contado en el congreso con bastantes más conatos de apoyo de los previsibles, decide en el último momento lanzarse. "Si alcanzo un 40%, me coloco; si me quedo en un 20%, me trituran". El jefe, que posee el don de destruir a los amigos que dice querer, ha terminado por darle la puntilla al manifestar hace poco: "Yo creo que él no quería ser el candidato, él quería ser el 45%, quedar el segundo". Cierto, nunca creyó que pudiera ganar y cuando ganó no supo qué hacer con la victoria.

Lo trágico para el ulterior desarrollo del partido es que ganase Borrell, incluso contra las maquinaciones del aparato, con el apoyo decidido de las bases, que sí querían una renovación democrática que recuperase una identidad socialista. Y digo trágico, porque el candidato ganador, al no haber querido correr los riesgos que implicaba una renovación democrática, machacó la única posibilidad que había abierto, como efecto secundario no querido, el afán, en sí muy legítimo, de Joaquín Almunia de refrendar democráticamente su cargo.

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Con las primarias quedaron descalificados los dos candidatos: Borrell, porque se instaló en el felipismo desde el primer momento, renunciando a correr el albur que suponía convocar un congreso renovador, que si lo ganaba, significaba poner fin a la etapa anterior, y si lo perdía, le colocaba en la posición privilegiada de haberse erigido en la alternativa democrática. Almunia, al no dimitir, como había anunciado y lo exigía el juego democrático, quedó preso del papel asignado de "representante" del jefe. Con la perspectiva que da una relativa lejanía, pienso que para los votantes socialistas la mayor pérdida ha sido la de Almunia, una persona sólida que de haber conquistado un espacio de autonomía -lo intentó al convocar las primarias- hubiera sido un buen secretario general y hasta un buen presidente de Gobierno. A las personas se las conoce en la derrota, y Almunia supo comportarse con gran dignidad, pero, en los momentos decisivos de su trayectoria como secretario general, no pudo sobreponerse a su punto flaco de sumisión a la voz de mando, que ha caracterizado a la cultura política en la que ha hecho toda su carrera. Nadie puede saltar por encima de la sombra del propio pasado.

Cultura en la que está instalado el PSOE desde hace tantos años, sin encontrar forma de superarla. Los candidatos que han empezado a emerger en el actual vacío se han educado también en la misma escuela y muestran los mismos tics. La verdadera corrupción que ha aniquilado a los socialistas no consiste tan sólo, ni principalmente, en los casos que han llegado a los tribunales, o están por llegar, sino en una atmósfera general de sumisión que ha llevado a cerrar los ojos y sellar la boca, ocurriese lo que ocurriese a su alrededor y se dijera lo que se dijera desde el poder incuestionable del líder máximo y de sus allegados. No puedo apartar de mi memoria la imagen fija de unos delegados a un congreso, levantando la tarjeta en contra de la propuesta de Izquierda Socialista de que se diera voto a cada uno de ellos. Y nadie de los que hoy hacen propuestas democratizadoras se escandalizaron entonces o se avergüenzan hoy de su connivencia. El jefe pide más ideas y menos mirarse al ombligo, sin que ninguno le recuerde que en los 13 años de su Gobierno, las únicas ideas que los socialistas permi-

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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