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Un hecho puntual J. J. PÉREZ BENLLOCH

Con sus 14.000 habitantes, tierra fértil y pleno empleo, Almoradí, en la comarca del Bajo Segura, es o era una villa apacible. El sábado, día 17, murió apuñalado un joven de 23 años y el martes siguiente se convocó una manifestación pacífica para protestar por el luctuoso suceso y contra el tráfico de drogas. Unos centenares de los 3.000 manifestantes se desplazaron al barrio periférico La Cruz de Galindo con la intención de depositar unas flores en el lugar del crimen. A partir de ese momento las crónicas relatan -y un videoaficionado grabó- lo que ha sido un episodio dantesco. Tres viviendas incendiadas, una decena de vehículos destrozados, apedreamientos y, en suma, una explosión de ira que dispersó al vecindario amedrentado, saltando por los tejados, unos, y escabulléndose entre naranjales y limoneros, los otros, pero con el pánico en los talones todos. Se cumplía una venganza por el convecino o el amigo abatido y también una cacería indiscriminada. Las fuerzas de seguridad, desbordadas, se limitaron en un primer momento a contemplar los disturbios.

Las autoridades locales se han apresurado a puntualizar que no ha sido un brote racista y xenófobo, a pesar de que las víctimas han sido de etnia gitana y unos pocos magrebíes que imaginamos pasmados por la agresión. Han insistido en que es un "hecho puntual" y que la responsabilidad incumbe únicamente a unas docenas de exaltados. No se alude a los cientos de espectadores que colaboraron pasivamente en el desmán ni a quienes, cual cómplices incuestionables, impidieron el tránsito del servicio de bomberos. No obstante, sería temerario deducir de todo ello que en la comunidad almoradidense cunde el racismo por culpa de un puñado de irracionales desmadrados sobre quienes hay pruebas sobradas para sentarles la mano por los estragos causados.

Pero calmados los ánimos -lo que exigirá su tiempo- y depuradas las responsabilidades a que hubiere lugar, nos parece que se cometería una frivolidad si no se sacan las debidas consecuencias, dejando que el trance se diluya como "un hecho puntual", hasta que vuelva a reproducirse en La Pedrera de Villena -un barrio sin ley, como lo describía recientemente su alcalde- o El Cabanyal, de Valencia, por no citar los numerosos paisajes urbanos degradados por el tráfico de droga y la confluencia de etnias e inmigrantes ajenos en general, pero no siempre, a este nefasto negocio.

No está a nuestro alcance ni en nuestro magín proponer soluciones, que sin duda no han de limitarse a las de índole represiva, pero sin soslayar ésta, que es tan legal como otra. A menudo ocurre, y en Almoradí lo acabamos de constatar, que todo el mundo sabe, empezando por los agentes de la autoridad, dónde se expenden las sustancias, quien se lucra y en qué opulentas viviendas y otros signos exteriores se gasta, y todo ello impunemente. Los vecinos señalan el foco y en ocasiones asumen más riesgos de los necesarios, sin más resultado que la frustración. La flexibilidad de la ley actual no es tanta como para prevenir y menos para impedir los perversos trapicheos que pudren tantos barrios, lo que avala su cambio y adaptación. Tampoco la vigilancia que se practica y los golpes que se dan contra esta gentuza merma sus actividades. Qué hacer no lo sé, pero si nos cruzamos de brazos será tanto como no haber oído el aldabonazo de Almoradí.

Y paralelamente no se nos antoja menos urgente atajar severamente los brotes de xenofobia y de racismo por epidérmicos y episódicos que aparenten. Somos y seremos cada vez más un país receptor de inmigrantes, entre otras cosas porque laboralmente los necesitamos. Cuanto mejor y más los integremos antes los rescataremos de la marginación que les aboca a ganarse la vida extramuros de la legalidad. Y algo similar habría que decir de la etnia gitana, acerca de la cual mucho más críticas debieran ser las asociaciones que la representan.

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