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China en transición

España y la República Popular China establecieron relaciones diplomáticas en 1973. En aquel entonces, el maoísmo se encontraba en un avanzado estado de decadencia. La muerte de Mao Zedong en 1976 marcó el comienzo de un importante relevo en el Partido Comunista Chino y, dos años más tarde, Deng Xiaoping iniciaba el camino de las reformas económicas, al tiempo que propiciaba la apertura del país a las inversiones extranjeras. Se abrió así un proceso de cambio que entre 1978 y 1998 ha supuesto un crecimiento medio del PIB del 9,8% anual, aumentando el PIB per cápita de 45 a 770 dólares. Todo ello ha ido acompañado de unas transformaciones sociales y culturales ciertamente espectaculares. Como resultado, son muy numerosos los problemas y desafíos a los que se enfrenta la China de hoy. Desde Occidente se escuchan múltiples críticas, en gran medida justificadas, a las continuas violaciones de los derechos humanos. Con todo, por más que todavía deban esperarse mejoras y cambios sustanciales, visto en perspectiva histórica, los avances observables en el conjunto del país, tanto en cuanto a la prosperidad alcanzada por la población como en la limitada liberalización del régimen político, son sumamente notables.Durante los años del maoísmo (1949-1976), el Partido Comunista Chino controló totalitariamente la vida de los individuos en sus más mínimos detalles, con mayor énfasis en uno u otro aspecto, dependiendo del momento. "Un cuadro revolucionario se asemeja a un ladrillo, que donde hace falta se pone", argumentaba el alto dirigente del partido Liu Shaoqi, en un ejemplo de despersonalización, de los que podríamos encontrar muchos más. Una de las manifestaciones más perversas de este fenómeno fue la catalogación de la población en grupos a los que se asignaban etiquetas políticas positivas o negativas, dependiendo de su origen social y de su posición ante la Revolución. El control que se ejercía sobre decisiones tan personales como pudiera ser la elección de pareja, el puesto de trabajo o el lugar de residencia afectó a todos y cada uno de los hombres y mujeres del gran continente chino. Entre algunas de las más nefastas iniciativas del denominado Gran Timonel cabe destacar la política del Gran Salto Adelante, a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, que se saldó con la muerte de más de treinta millones de personas, cuando China sufrió una de las más devastadoras hambrunas del siglo XX. Sus consecuencias resultaron incluso mayores que la posterior Gran Revolución Cultural Proletaria, a partir de 1966, cuyo coste en vidas humanas y destrucción patrimonial fue también elevado.

Desde este prisma, las cotas de libertad individual y bienestar social alcanzadas en la China actual son, sin duda, un gran logro. El proceso de transición chino, en contraposición con el acaecido en la antigua Unión Soviética, no sólo ha permitido un importante desarrollo económico, sino que ha ido acompañado de una cierta estabilidad social, si bien interrumpida con los sucesos que culminaron en la sangrienta intervención del Ejército Popular en junio de 1989, como reacción a las movilizaciones estudiantiles en la plaza de Tiananmen. Naturalmente, las estructuras del poder han mantenido una línea de continuidad con la hegemonía del Partido Comunista Chino, que, sin embargo, ha ido difuminando lo que fueron dos grandes pilares de su política durante el maoísmo: la planificación estatal de la economía y el control social. La ideología del partido, en estos dos aspectos, poco o nada tiene que ver con aquel tiempo.

Sin embargo, el Partido Comunista Chino, necesitado de legitimación política y sin renegar completamente de su pasado, en parte para evitar así asumir todas las responsabilidades que de ello se pudieran derivar, ha continuado promoviendo un exacerbado nacionalismo. La historia de humillaciones sufridas por China a manos de Japón y de algunas potencias occidentales durante el siglo XIX y principios del XX es insistentemente recordada desde las diversas instancias oficiales. De ahí la relevancia que han tenido acontecimientos como la recuperación de Hong Kong en 1997 o Macao dos años más tarde, así como el hecho de que la reunificación de Taiwan sea presentada como irrenunciable en el discurso de las élites oficiales. Además, las periódicas manifestaciones en la reivindicación territorial de la isla tienen un efecto de cohesión social interna dentro del continente. Este auge nacionalista ha producido a su vez un impacto en las comunidades chinas de ultramar, que han respondido ante la oferta de identidad nacional con el aumento de las inversiones en la madre patria. No en vano, la exaltación nacionalista es el último reducto ideológico que no ha sufrido variación significativa en el Partido Comunista Chino desde los tiempos de Mao Zedong y forma parte de ese mítico porcentaje de aciertos que se sigue atribuyendo al fundador de la República Popular China.

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Tras la muerte de Deng Xiaoping en febrero de 1997 y la ascensión de Jiang Zemin como secretario general, los pasos dados por la nueva dirección colegiada del Partido Comunista Chino han puesto de manifiesto el firme deseo de continuar el proceso de reformas. La insistencia de China para obtener su readmisión en la Organización Mundial de Comercio, puesto que perteneció al GATT hasta 1949, nos brinda una indicación más acerca de la voluntad política del gigante asiático. Por su parte, la Unión Europea y los Estados Unidos apuestan por unas plenas relaciones con la República Popular China, fundamentalmente con objeto de incrementar los intercambios comerciales, pero también como factor para el impulso del cambio político y, en especial, de la estabilidad en esa región del planeta. Sin duda, el éxito con el que se está desarrollando la transición socioeconómica en China, que satisface por el momento las expectativas de amplios sectores de la población, hace previsible que una eventual democratización del sistema político se dilate en el tiempo.

España, en contraste con otros países de la Unión Europea, cuenta en su acercamiento a China con la ventaja de no haber participado en la historia de sus humillaciones. Pero, a su vez, se encuentra desfasada con respecto a aquéllos en su bagaje de conocimiento sobre el País del Centro, lo cual inhibe el desarrollo de unas relaciones diplomáticas, comerciales y culturales más satisfactorias. En el ámbito político y empresarial se reconoce la relevancia que Asia Oriental tiene en el nuevo contexto de la globalización, pero todavía es necesario clarificar el papel que España ha de desempeñar en este apasionante proceso de transición que acontece en la República Popular China. Por eso se hace tan necesaria una mejora sustancial de nuestro acervo de saberes sobre la realidad contemporánea de este país. En este sentido, ahora que la Universidad española está en una excelente disposición para ello, es el momento idóneo para que con la ayuda de entidades públicas y privadas, como ocurre en las naciones más avanzadas de nuestro entorno, se consoliden definitivamente, y con el mayor rigor académico, las actividades docentes y de investigación relacionadas con China en sus diversas facetas sociales, económicas, culturales y políticas.

Taciana Fisac es profesora titular de Lengua y Cultura China, directora del Centro de Estudios de Asia Oriental, así como vicerrectora de Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid.

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