Narcís Serra, ¿hasta pronto? ORIOL BOHIGAS
Con el último Congreso del PSC parece que Narcís Serra se aparta de los lugares más ejecutivos de la política, lo cual es, a la vez, una buena y una mala noticia. Es buena si se interpreta como un signo de generosa voluntad que hay que agradecer sobre todo si el ejemplo llega a cundir entre otros personajes aparentemente jóvenes, pero realmente anticuados y escleróticos, aferrados a múltiples cargos del aparato del partido. Y es también una mala noticia porque, no pareciendo asegurada esa necesaria secuencia, es posible que el único resultado de la dimisión sea, de momento, la reducción de actividad de uno de nuestros políticos más meritorios, con un bagaje más positivo. No queremos, pues, despedirnos de Serra si no es con un afectuoso "¿hasta pronto?".No creo que hayamos olvidado -aunque el tiempo y los avatares biográficos suelen confundir la realidad- algunas actuaciones políticas de Serra que tuvieron una enorme trascendencia. Desde la alcaldía de Barcelona puso en marcha una nueva manera de hacer ciudad -una nueva manera democrática en términos socialistas, coloquial pero autoritaria-, imponiendo una imaginación inaudita y ofreciendo un gesto que correspondía a una buena urbanidad y a unas bases culturales insólitas hasta entonces en el mundo político, incluso en los paréntesis equívocos de la transición. Fue el esfuerzo de imaginación y la sedimentación cultural lo que marcó su gestión y lo que le permitió fundar la Barcelona Olímpica y abrir el camino que Maragall supo culminar con tanto éxito. El periodo de Serra fue el del esplendor de las grandes ilusiones colectivas, los años en los que los intelectuales, los universitarios, los artistas, los pedagogos, los técnicos, se volcaron hacia la política, cuando no era todavía un negocio de partidos y a veces, desgraciadamente, un lugar cómodo para personajes en busca de empleo. El mayor sacrificio de Serra debió de ser -lo fue, estoy seguro- abandonar la alcaldía para pasar al Ministerio de Defensa, un cargo que nadie consideraba adecuado a sus gustos y a sus gestos extremadamente civilizados. Un sacrificio, no obstante, que resultó muy útil porque supo transformar -casi transformar- un ejército que todavía cacareaba con las amenazas del reciente 23-F. Lo hizo también con la imaginación y la cultura, dos antídotos contra el aislamiento físico e intelectual del ejército español que todavía malvivía en las aureolas del viejo africanismo. Imagino que otro sacrificio servicial fue su paso a la vicepresidencia del Gobierno, un cargo en el que no supo medir a tiempo la horrible marea política de Madrid en el inicio de la descomposición de los socialistas españoles, la agresividad parlamentaria de los nuevos peperos e incluso la animadversión madrileña hacia una autoridad catalana que no quiso adaptarse a los guateques, a las falsas movidas y sus subterfugios financieros. En conjunto, un personaje de alto nivel político, es decir, con ideas y con decisiones, pero también con pactos realistas y eficaces, aunque a menudo la propia eficacia y los consensos pudieron desfigurar su radicalidad ideológica.
Seguramente, ese pactismo -que empezó con los dificilísimos pactos con los militares- ha sido eficaz ante muchas ocasiones, trascendentales pero concretas. No sé, en cambio, si ha cedido demasiado en aquellos términos que a medio plazo tenían que reconfigurar toda la política catalana. Estoy seguro de que Serra -como Reventós, Obiols, Maragall, Nadal, etcétera- está convencido de la necesidad de una izquierda estrictamente catalana -o, mejor dicho, catalanista- frente a los nacionalismos españoles -de derecha y de izquierda- y los nacionalismos periféricos que encubren la preeminencia de unos lobbies económicos por encima de una auténtica identidad popular y de un programa de realidades autónomas culturales, productivas y territoriales. Pero, a pesar de ello, Serra ha tenido que defender el extraño jumelage con un PSOE antifederalista porque ha creído -¿equivocadamente?- que era imprescindible para el progreso general de la izquierda. Equivocadamente, sin duda: el panorama patético que ofrecen hoy los vestigios del PSOE lo demuestra sin demasiadas dudas. Y los cambios en la cúpula del PSC aprobados en el noveno congreso hacen suponer que ese problema no se va a resolver inmediatamente. Maragall -por segunda vez, heredero eficaz, inteligente de Serra- y unos pocos de su entorno o del de Obiols pueden mantener aquellos esfuerzos, pero me temo que el resto del equipo seguirá seducido por el PSOE de Bono, de Borrell o de Rodríguez Ibarra. O preocupado por la situación de los funcionarios del partido y de los que -como decía un cronista- han pasado de capitanes a coroneles.
El discurso de Serra en la apertura del congreso me ha parecido excelente, sobre todo porque parece indicar la superación del pactismo excesivo y la exigencia de una vuelta a la radicalidad de las ideas. Espero que ese era el contenido del "Visca Catalunya socialista!" que clausuró su discurso y el de Maragall, y espero que ese contenido tendrá alguna influencia positiva en la nueva marcha del PSC. ¿O tendremos que pedirle una vuelta a la cúpula del partido, cuando ya su necesaria recurrencia al pactismo haya sido superada por un paréntesis de ciudadanía extrapartidista? De momento, las afirmaciones más contundentes en favor de un renacimiento -ideológico y estructural- del socialismo catalán fueron las contenidas en su discurso. Maragall, en el de clausura, supo recoger su llamada y estructurarla en un programa político. Hay que confiar en la visión política de Maragall y su capacidad para convencer no sólo a los votantes, sino a la misma cúpula del partido.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.