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Gran Eructo

ENRIQUE MOCHALES

En este mundo que es una tómbola, tom-tom-tómbola, hay casos tan curiosos como el del hombre que ansiaba ganar el sueldo para toda la vida que sorteaba una marca de patatas fritas con sabor a berberecho. Cada vez que sus ojos topaban con una bolsa de patatas al berberecho, nuestro hombre se veía a sí mismo gozando de la contemplación del mar Caribe bajo una sombrilla de colores. Así que no hacía otra cosa que comer patatas al berberecho.

No era estúpido tratar de ser feliz. El hombre estaba hecho para buscar la felicidad de una u otra manera, por medio de cualquier creencia o religión, y él tenía fe en el sueldo para toda la vida que prometían las bolsas de patatas fritas. Cuando almorzaba solo en la cocina, a falta de alguien que le acompañase en la mesa, el hombre que creía en un sueldo para toda la vida solía leer las etiquetas de los productos mientras los consumía, y la esperanza le llenaba el pecho, cosa que le venía estupendamente para los jugos gástricos.

¿Qué había de malo en tener fe? ¿Acaso no conectaban otros con el Euromillón para admirar los escotes hiperbólicos de Paula Vázquez, y de paso, ganar un dinerito? ¿Acaso la gente no se dejaba poner culebras al cuello para sacar una pasta? ¿Acaso no seguían otros muchos ese concurso llamado 50x15, donde lo más importante era hacerse millonario? ¡Todo el mundo podía hacerse rico respondiendo a unas cuantas preguntas estúpidas, o metiéndose en una jaula con excorpiones! ¿Y el boleto de la ONCE, y la Primitiva, y la Bonoloto, y la Quiniela, y el Bingo? ¡Todo por la pasta! ¡Libre mercado de suerte! A él no le importaría ser uno de esos americanos que vivían toda su vida en una roulotte, viajando de estado en estado, dedicándose profesionalmente a ganar concursos imbéciles. Realmente, con tal de ser ganador, no le importaría ser un ganador imbécil.

Como aquella noche no lograba conciliar el sueño, abrió una cerveza, una bolsa de patatas, y encendió el televisor. Se retransmitía el programa Gran Hermano, un concurso al cual, se dijo para sus adentros, él nunca se habría presentado como concursante. Una cosa eran los sorteos inofensivos en los que se podía ganar un dinerito, y otra muy diferente venderse a los medios en cuerpo y alma. Ah no, eso sí que no. Pactar con el diablo jamás.

Nuestro hombre comía las patatas al berberecho mirando la tele, inmutable, sin que se le escapase un solo atisbo de compasión por los concursantes que hacían las maletas. La verdad es que se les veía contentos. Ambos participantes se iban juntos por amor. Habían perdido los veinte millones del premio, pero se marchaban encantados. Salieron de la casa en loor de multitudes que les esperaban como a astronautas recién llegados de la luna. Hubo besos, abrazos, vítores y aplausos. Los dulcísimos premios de consolación para los primeros concursantes en salir de la ratonera habían sido el amor y la fama.

Cuando ya no quedaba ninguna patata, nuestro hombre introdujo inadvertidamente en su boca un boleto que había en el fondo de la bolsa. Masticó, sin percatarse del error, hasta que se sacó el boleto de la boca y comprobó que, desgraciadamente, no estaba premiado.

Bebió un trago de cerveza y se centró de nuevo en la despedida de ambos concursantes supuestamente enamorados. El amor siempre había sido rentable. Resultaba gracioso. La parejita de novios ya tenía su dote. Habían sido los más listos, los primeros en darse cuenta de que una historia de amor era la huída perfecta, una gran evasión que les iba a proporcionar pingües beneficios. Los enamorados cobrarían por ser entrevistados en programas de televisión, por salir en spots, tal vez en las revistas del corazón. Seguramente, la popularidad supondría para ellos un puesto de trabajo fijo y el éxito social. Eran ganadores, a pesar de haber perdido los veinte millones. La paradoja de la verdadera felicidad.

El hombre que quería un sueldo para toda la vida bebió un trago de cerveza.

-Este concurso es una vergüenza -masculló, antes de eructar sonoramente.

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