De doble filo
El domingo pasado se notó en Sevilla el problema emigratorio por motivos rocieros. Durante los fines de semana del verano se suele agradecer el abandono y hasta el calor porque relaja la ciudad reposada y lenta, ardiente pero vacía de ruidos y ajetreos, pero al atardecer este domingo pasado me di cuenta de que ese sentimiento íntimo puede ser un arma de doble filo. Sabía que el silencio en las grandes ciudades es placer de dioses en muchos momentos, también comprendía que puede ser duro, pero no se me había ocurrido que su densidad dependiera de que coja por sorpresa y a destiempo.No es cosa fácil que ocurra porque para ello son necesarias circunstancias muy especiales, como, por ejemplo, no coincidir con El Rocío en los medios u olvidarlo por algún tipo de enajenación mental; una enorme desorientación mediante la cual, una tarde estridente de sol, se sale a la calle tan contento, como si tal cosa, y resulta que no hay coches, ni motos, ni veladores, ni vecinos; sólo los contenedores de basura y se diría que desamparados. Una mirada al cielo, que es donde se mira siempre que se busca la señal de una catástrofe, y el azul intenso pesa sobre el aliento sin misericordia como carga y como ahogo, azul pervertido que se incrusta después como melancolía en el fondo de los fondos inabarcables. Un peso insoportable por eso de haberte cogido desprevenido, una inmensa lechada de hormigón armado tal como la que se tiene bajo los pies.
Todo el derredor es cómplice: la sombra de los edificios se apelmaza, los toldos que cubren las terrazas se dejan ver con la palidez del pánico y sus flecos ondean arrastrados por una brisa anémica asomando algunas ramas de hojas verdes que se estiran para llegar a la luz que las abrasará. Cuatro o cinco pájaros protestan y no hay a quién recurrir porque los que quedamos estamos todos debajo de lo que se nos viene encima. No hay paseo que valga, se aligera el paso para llegar lo antes posible a casa. Se cierran las persianas y se espera a oscuras por temor a un cortocircuito. Al cabo de un rato se oyen gritos de niños por la escalera. Gritos alegres, sin miedo. Ya ha debido pasar el peligro. Se enciende la televisión y aparece El Rocío.
BEGOÑA MEDINA
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