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La Diosa Blanca

LUIS MANUEL RUIZ

Un territorio mestizo entre el mar y el continente, que sirve de patria a pinos, mosquitos y caballos: un gran mapa de limo que se rompe ante el capricho desgarrador de las corrientes. Hace siglos, los hombres corrían también a estas marismas a adorar a sus dioses. El objeto de esas preces puede contemplarse todavía en el Museo Arqueológico de Sevilla, en un semisótano poblado de vitrinas que huele a humedad y luce alarmantes manchas en las paredes. Es difícil reconocer a la divinidad que se oculta tras esos ídolos esquemáticos de pedernal o hueso, tras esos espigados seres con forma de lezna, de cuchara, de guijarro, que alguien parece haber olvidado en el escaparate, junto a un sucinto cartelito que indica un lugar y una fecha. Pero un símbolo se repite en todos ellos, un sello que les dota de sexo e identidad y que es suficiente para aquél que está versado en el trato con los dioses, con los demonios: las cabezas apenas existen, cuando no son toscos trozos de arcilla sin cuajar, cuando no incisiones de dos ojos rodeados de un abanico de lascas sin situación, muñones. En el vientre, no obstante, lucen un perenne triángulo invertido, distintivo de la mujer, de la Diosa. Ésta es la Diosa ubicua, que los hombres adoraron por todo el viejo continente bajo diversas formas y disfraces. La identificaban con la luna, que regresa cada veintinueve días, como la menstruación, y con la tierra, que guarda los frutos en su seno antes de entregarlos al sol y al hombre como premio por su esfuerzo. La Diosa era la personificación más terrible, más benévola, más acabada y perfecta de lo numinoso, del más allá, de lo que carece de explicación pero nos sustenta, de todo ese orbe metafísico que presta sentido a la vida y la llena de horror y de belleza. La Diosa tiene muchos rostros: uno de ellos es el de la Diosa Virgen, intocable, protegida por vínculos sagrados.

Los hombres siguen obedeciendo ese atávico rito y peregrinan todavía acá, a la aldea de El Rocío, cargados de bueyes, botas de vino y una sincera emoción religiosa que no es sin embargo ya más que un pálido simulacro de la que animaba a aquellos remotos abuelos, gentes que vivían de la muerte de otros, guerreros y cazadores habituados a roturar la tierra. Vinieron dioses más feroces, dioses varones con carros con ruedas y armas de bronce, dioses barbudos repartidos en tríadas que trabajaban en fraguas para fabricar el trueno y el relámpago, o castraban a sus progenitores para arrebatarles el trono, en lo más alto de los picos del mundo. El reino democrático de la Diosa se desmoronó bajo el imperio de esos salvajes extranjeros que impusieron la civilización y el patriarcado, cuyos héroes poblaron epopeyas y surcaron los mares en busca de la gloria. Ahora el pequeño ídolo blanco pervive refugiado en su ermita, abandonado e inútil, dispuesto a recibir durante una semana las plegarias de aquel montón de bocas que lo olvidarán mañana para entregarse a dioses más potentes pero quizá no tan duraderos, que quizá no puedan contemplar el mundo con la atenta indiferencia con que lo hace la luna sobre las copas de los pinos, en la noche caliente.

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