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La alergia, ese dulce mal

ALEJANDRO. V. GARCÍA

Las enfermedades se convierten fácilmente en metáfora. La alergia, en especial la del olivo, es la primera enfermedad ingenua, democrática e investida con ciertos rasgos identificativos de lo andaluz. Yo no puedo estornudar sin que en el estrépito húmedo e imparable se me aparezca, como en las visiones precipitadas que tienen los ahogados de sus vidas, el fantasma de la OCM del aceite, la barba plateada del comisario Fishler, la silueta de Paulino Plata, la cosechadora, unos versos de Miguel Hernández, una vaharada a alpechín y un paisaje de Zabaleta. Incluso los más informados sabemos cuándo estornudamos los excedentes de la cosecha anual.

La alergia como metáfora es nueva, no así la utilización simbólica de las enfermedades. Susan Sontag desmenuzó en dos lúcidos libros los contenidos alegóricos de dos enfermedades concretas, el cáncer y la tisis. La primera, afirma, es una suerte de invasión mortal que conquista poco a poco el organismo, una colonización deletérea y vergonzante que en las notas necrológicas se sustituye pudorosamente por la fórmula "una larga enfermedad". La tisis, en cambio, fue un mal aliado a la moda y a un tipo debilitado y frágil de hermosura.

La alergia a los pólenes, a causa del promedio de benignidad de sus síntomas, ha tomado el aspecto de una enfermedad moderada, comparativamente simpática y sorpotable, tanto que han surgido en nuestras ciudades una especie de supermercados para alérgicos que disponen de una sorprendente y variada parafernalia al servicio de la rinitis. Esta temporada, por ejemplo, las espartanas mascarillas han sido sustituidas por otras de aspecto más renovado y moderno, fabricas con materiales igual de duraderos pero con diseños atrevidos. Los inhaladores contra el asma constituyen auténticos hallazgos industriales. Pero sobre todo la alergia es un mal democrático que dentro de un decenio padecerá, si es que padecer es el verbo preciso, la mitad de la población, en especial aquella que vive en las regiones más expuestas, como Andalucía. Es democrática por el número de pacientes, pero también porque abarca todos los grados de la edad: desde el tierno mamoncete al anciano más o menos oxidado.

Incluso los síntomas más comunes tienen algo de cómicos: el estornudo es un estallido imprevisto, como una bomba de broma, y con el lagrimeo uno tiene la extraña sensación de que una pena ajena, olvidada por un huérfano o un melancólico, se nos hubiera introducido en el ojo y nos hiciera llorar sin sentimientos.

Otra ventaja es que a medida que la alergia ha ampliado el número de pacientes han disminuido los recitales poéticos en honor a la primavera.

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Pero lo que definitivamente caracteriza la alergia como mal moderno y andaluz es la forma como la combate el servicio público de salud de nuestra comunidad. Cualquier alérgico que haya acudido a pedir cita con el especialista la suele obtener con un promedio de un año de retraso. Teniendo en cuenta que antes del tratamiento tendrá que ser sometido a unas complejas pruebas, el alérgico tiene la garantía de que podrá disfrutar de ella al menos un par de temporadas.

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