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Proactivo

PEDRO UGARTE

Uno tiene costumbre de leer las ofertas de trabajo que publica la prensa todos los domingos. Y no siempre movido por la necesidad: a menudo estos anuncios constituyen un espléndido reflejo de la mentalidad reinante. Por ejemplo, hace pocas semanas, en una de esas ofertas para ejecutivos competentes donde las exigencias de títulos, idiomas y experiencia laboral tienden a infinito, localicé un requisito singular: se pedía a "los/as candidatos/as" que fueran "personas proactivas".

Las ciencias empresariales tendrán muy claro qué es una persona proactiva, pero ni los diccionarios académicos ni los diccionarios de uso dan una pista a los profanos acerca de virtud tan inmarcesible. Ser proactivo representa, en efecto, una nueva conducta, un nuevo atributo del que nada sabían hasta ahora moralistas o ascetas.

De repente me pregunto si yo soy un tipo verdaderamente proactivo. Me pregunto si entre mis modestas cualidades interiores podría mencionarse la proactividad. Hasta ahora había asumido, más o menos a regañadientes, otras complicadas virtudes que demanda de nosotros el mundo moderno, virtudes más vinculadas a la tecnología, en su versión robótica, que a la condición humana. Así, me encontraba firmemente dispuesto a convertirme, por ejemplo, en un ente competitivo y operativo. Para mí trabajar en equipo es ya una cuestión de fe. Por otra parte, interactúo; me dejo la piel en interactuar (me paso el día interactuando. Interactúo, de hecho, a diestro y siniestro). Lógicamente, hago también lo posible por desencadenar sinergias. También soy consciente de las economías de escala. En fin, que uno está dispuesto a convertirse a tamaños adjetivos, a emprender tan insólitas acciones verbales, en definitiva, a sobrevivir con los atributos de un robot.

Lejos están los tiempos de la Constitución de Cádiz, que exigía a los ciudadanos la hermosa tarea de ser "justos y benéficos". Yo no veo ningún anuncio en que a los ejecutivos se les pida ser justos y benéficos. Me temo que si uno va por la vida siendo justo y benéfico lo más probable es que le despidan del trabajo por incompetente, eso si antes no le ha desalojado de su puesto la ambición de compañeros proactivos, operativos y sinergéticos.

Hago examen de conciencia; indago, con minuciosidad ignaciana, en las cavernas más profundas de mi propia identidad: ¿Soy proactivo? Y si lo soy, ¿soy lo suficientemente proactivo? Me gustaría desplegar mi proactividad en el trabajo y en la familia, en las reuniones de oficina y en las cenas de matrimonios; me gustaría superar las obsoletas virtudes que me enseñaron mis padres en la infancia y dominar airosamente los resortes de la proactividad. Sí, me gustaría ser proactivo: sólo hace falta averiguar qué demonios es esa cosa.

La verdad es que las ofertas de trabajo se muestran cada vez más exigentes con nosotros. La licenciatura universitaria es ya un mero presupuesto. El dominio de la lengua de Keynes o Galbraith (tachar Shakespeare) parece una verdadera minucia que precisa del respaldo de otras lenguas comunitarias. Un solo master se revela como una nadería ante la necesidad de reunir un ramillete de diplomas. Y no sólo eso: ahora, además, hay que ser proactivo, sublime demanda moral del neoliberalismo económico.

Recorro los pasillos de mi nuevo lugar de trabajo, examino los rostros de las gentes. ¿Quiénes serán más proactivos que yo? Reviso los términos de mi currículo profesional. Supongo que por ahí, en alguna parte, tendré que incluir una declaración jurada de mis cualidades posmodernas: la competitividad, la operatividad, la proactividad. De pronto hago un movimiento con el brazo y algo mecánico resuena en el interior: se trata de una conjunción de piezas. Hay resortes, ruedas dentadas y engranajes, circuitos electrónicos y palpitaciones informáticas. Se me está poniendo el disco duro a medida que se me ablanda la mollera.

Posiblemente ser proactivo será la mejor garantía para sobrevivir en este siglo que se nos echa encima.

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