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¿Y si las ideas soñaran con una vida mejor? MANUEL CRUZ

Manuel Cruz

Hay bromas de mal gusto, de buen gusto e insípidas. La que hizo Quim Monzó cuando trascendió la noticia según la cual la historia de la literatura había sido excluida de las pruebas de acceso a las universidades catalanas (proponiendo, directamente, la supresión de la materia de los planes de estudio a todos los niveles) no pertenece, con toda seguridad, a este último grupo, aunque seguro que habrá discrepancias sobre en cuál de los dos primeros ubicarla. En todo caso, y más allá del sabor que le hayan podido encontrar, lo cierto es que para algunos habrá sido una broma indigesta mientras que a otros les ha resultado un estimulante aperitivo que ha despertado su apetito de discusión.El asunto, en efecto, ha reabierto un debate que parecía definitivamente cerrado, el de la consideración que las autoridades políticas de este país tienen de los diferentes ámbitos que conforman ese territorio que se acostumbra a denominar las humanidades. Lo ha reabierto, sólo que desde una nueva perspectiva porque lo que ahora se ha puesto sobre el tapete ha sido algo no del todo equivalente a lo que se debatió en la legislatura anterior, cuando la ministra de Educación de aquel momento, Esperanza Aguirre, presentó (y vio derrotado) su plan de reforma de las humanidades. Entonces, el sonoro rechazo a la propuesta de armonización de contenidos de la asignatura de historia para que todos los estudiantes de bachillerato de España conocieran los aspectos comunes de nuestro pasado impidió percibir con claridad la concepción que algunos críticos del proyecto tenían del resto de saberes humanísticos.

El episodio de la selectividad arroja alguna luz en relación con la literatura. Sirve para mostrar, como señalaba Manuel Vázquez Montalbán en estas mismas páginas ("Una literatura sin escritores"), la contradicción que supone hacer descansar en la lengua la seña de identidad fundamental de la reivindicación nacional catalana y, simultáneamente, desentenderse por completo de los escritores. A este mismo episodio se refería también Francesc de Carreras ("El espejismo se acaba"), intentando detectar la lógica profunda de semejante actitud. Su interpretación era la de que había que distinguir, dentro de las humanidades, entre unos saberes o disciplinas útiles al poder y otros que, por el contrario, le resultan incómodos, cuando no peligrosos. En el primer grupo se encuadrarían la historia y la lengua, mientras que en el segundo se hallarían la literatura y la filosofía. En lo que respecta a esta última, el origen de su peligro residiría en que induce a los jóvenes a la funesta manía de pensar, manía que, ciertamente, no consta entre las favoritas de los poderosos, quienes, por definición, fantasean siempre tenerlo todo bajo control.

Aceptando el fondo de la tesis de Carreras, me temo que, por lo que a la filosofía se refiere, su consideración resulta en exceso generosa, tal vez porque da por descontado algo con lo que, desgraciadamente, no siempre se puede contar; a saber, que el pensamiento filosófico es una sola y misma cosa con la crítica, con el cuestionamiento global y radical de lo existente. Pero si queremos predicar con el ejemplo y abordar la cuestión autocríticamente, habrá que empezar por constatar que el retroceso de la filosofía viene de atrás, y que probablemente su creciente marginación en los planes de estudio del bachillerato es más efecto que causa de la actual situación. Pensemos sólo en este dato: hubo un tiempo, no muy lejano, en el que los libros de pensamiento encontraban un número de lectores sensiblemente superior al que encuentran en nuestros días. Se impone plantearse por qué razón el ensayismo filosófico, excepción hecha de unos poquísimos autores, ha retrocedido de manera tan sensible.

A la vista de la evolución de los acontecimientos, lo que parece haber quedado claro es que no le basta a la filosofía con mostrar su árbol genealógico, con hacer exhibición de su noble linaje, para obtener de manera automática la consideración social que merece. La comunidad filosófica probablemente ha sido en momentos clave recientes demasiado autocomplaciente, ha obrado como esos políticos con afán de notoriedad que irrumpen en la escena pública repitiendo todo el tiempo: "¡hay que tener ideas!", pero sin terminar de especificar nunca cuáles son las ideas particulares que ellos tienen. El tópico kantiano según el cual no se enseña filosofía, sino que se enseña a filosofar se conjuga hoy afirmando que el discurso filosófico no debe dedicarse a reiterar, programáticamente, su hegemonía en el territorio del pensar, sino a mostrar en qué forma concreta piensa el mundo que nos rodea.

Tal vez alguien opine que este tipo de autocrítica equivale a tirar piedras sobre el propio tejado de los filósofos, cuando lo que urge en la situación actual es reunir fuerzas a cualquier precio. Yo tiendo a creer, más bien, que hay compañeros de viaje que le buscan a uno la ruina. Por ejemplo, los que, después de haber hecho durante años una filosofía que en ningún caso cuestionaba lo existente (es más: en ocasiones ni tan siquiera ayudaba a entenderlo), ahora, un minuto antes de su desaparición y como si quisieran cargarse de razón a título póstumo, proclaman, refiriéndose a los poderes públicos: "Nos temen". Infelices. No os temen: simplemente, ya no os necesitan.

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