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Reportaje:

Quince días buscando a Jonathan

Viudas de 21 años, abuelas de 38, las mujeres que buscan a Jonathan lo hacen solas porque sus hombres hace tiempo que se fueron. A la cárcel, a la tumba o a donde la policía no los pueda encontrar. Es el sino de los gitanos pobres, los que no controlan los grandes negocios de las antigüedades, la droga o el duende; los que ni siquiera se acuerdan ya de trenzar canastos de mimbre porque hace mucho tiempo que dejaron el campo y se vinieron a la ciudad para rebuscar chatarra o vender por los barrios sujetadores baratos. Así es la familia de Jonathan Vega Barrull, de tres años, ojos azules y pelo rubio, desaparecido hace ahora dos semanas en el hipermercado Pryca de San Fernando de Henares (Madrid), muy cerca de las dos habitaciones sin puerta -más establo que chabola- donde vivía con su madre, Rosa Barrull, de 21 años, casada a los 15, viuda desde hace dos veranos de su primo Marcelino Vega, el padre de Jonathan y de dos churumbeles más, Adolfo y Carmen, un diablo moreno de cinco años y una gitana rubia de ojos azules, el retrato de su hermano desaparecido. Mirándola, su abuela Inmaculada, jefa del clan a sus 38 años, menea la cabeza y parece encontrar la causa: "Rubio y con los ojos azules..., a mi Yony se lo llevaron porque no daba de gitano".¿Se lo llevaron? La policía no dice ni que sí ni que no. Sencillamente no tiene pistas. Está casi descartado que Jonathan se perdiera solo y quedara atrapado entre los juncos de la ribera del Jarama o bajo las obras de la carretera M-45. Los bomberos y la policía con sus perros adiestrados -también gitanos llegados de todos lados- rastrearon día y noche los alrededores. Nada. Jonathan no aparecía. Lo llamaron por su nombre -"¡Yony, Yony!"-, también por el mote que tanto le gustaba: "¡Chucky, Chucky!". "Se lo puse yo", recuerda orgullosa su abuela Inmaculada, "porque cuando se levantaba, con los pelitos rubios así de punta, parecía el muñeco diabólico ese de las películas".

Apareció la palabra secuestro. "¿Se lo habrán llevado?", se preguntó la abuela, "¿para cobrar los 25 millones del seguro?". La familia Barrull había ido diciendo por ahí que Rosa, la madre de Jonathan, estaba a la espera de cobrar un dineral por la muerte de su marido en accidente de tráfico. Algún desaprensivo -calibró la policía- podría pretender hacerse con el dinero a cambio del niño. La sospecha se fue diluyendo por dos razones: nadie llamó pidiendo un rescate y, además, el dinero del seguro no es mucho más que un sueño. Es verdad que Marcelino Vega, el padre de Yony, murió en un accidente de tráfico -la madrugada del 7 de agosto de 1998 en la carretera N-II-, pero también es cierto que el coche en el que viajaba no tenía papeles ni carné el conductor. Así que de seguro, nada. ¿Y una venganza? ¿Una deuda sin pagar? ¿Algún asuntillo turbio? "Nunca", jura la abuela, "jamás nos hemos peleado con nadie. Somos gitanos pobres. Otros venderán droga, pero nosotros nos dedicamos a la chatarra y a la venta ambulante. Vendemos lo que sea, unos días ajos y otros sujetadores...". Al lado de Inmaculada, más lista que la necesidad, está su nuera Rosa, la madre de Jonathan. Hace dos días que no prueba bocado. Tampoco duerme. Mece en sus rodillas a su hija Carmen. Una lágrima larga, silenciosa, es su única opinión.

"Quiero que sepa usted una cosa", le dijo el jefe de la comisaría de Coslada (Madrid), "vamos a buscar a su Jonathan como si fuera el hijo del multimillonario mayor del reino". El comisario Javier Fernández sabe de secuestros. Él dirigía el grupo contra la Delincuencia Internacional que, a finales de 1987, liberó de sus secuestradores a Melodie Nakachian, la hija de un financiero libanés afincado en Marbella. También conoce las sucias artimañas de los señores de la droga para cobrar una deuda, para dar un escarmiento. Pero el caso de Jonathan es distinto. No parece que bajo el tejado de uralita de la chabola de los Barrull -dos habitaciones sin puerta, un televisor desvencijado y un frigorífico hambriento- se esconda algo más que pobreza y marginación. "Alguien se encariñó con él y se lo llevó", se desespera la abuela Inmaculada mientras pega un folio con la fotografía de su nieto en el Pryca de San Fernando, "ya le digo yo a usted que mi Yony no daba de gitano". No ha terminado de decir ésto y un vigilante privado arranca el cartel para preservar la buena imagen del lugar. Inmaculada se enfada: "Nos quitan los carteles porque somos gitanos. Qué raro es que nadie viera a mi Yony el día que desapareció. Cuando el chiquillo abría un yogur o cogía una naranja, enseguida tenía a tres guardias encima, y ahora alguien se lo lleva y nadie lo ve. ¿No le parece a usted raro?".

La tarde va cayendo sobre las chabolas de los Barrull. Va a hacer dos semanas sin Yony y ya no se sabe donde buscar. Inmaculada, la abuela, recuerda la historia de su familia. A su marido, que la abandonó con cinco hijos y ahora está en la cárcel; a su hijo, que se mató en la carretera; a los que se esconden de la policía por cuatro cosillas sin importancia. "A ningún gitano nos gustan los uniformes. Nos siguen tratando peor que a terroristas". También recuerda el día que su Marcelino cogió de la mano a Rosa. "Se quisieron y se escaparon. Es la forma que tienen de casarse los gitanos que se quieren y no tienen el permiso de su familia. Se escapan, están por ahí una noche y así consiguen el permiso, porque si no, queda una mancha muy grande en la mujer". Si hay alguna duda de que los gitanos vienen de la India se desvanece mirando a los ojos de Inmaculada, a sus manos largas y a la expresión de su cara. "¡Adolfooo!", reprende al otro hermano de Jonathan, "¡ojalá se te hubieran llevado a ti y no al Yony!". "No diga usted eso", protesta la nuera. "Es que a éste se lo llevan y lo sueltan a las dos horas, ¡de lo malo que es!". Las gitanas se ríen alrededor. Acostumbradas a convivir con la tragedia, las gitanas intentan respirar con el aire de una broma, con la letra de aquel fandango -"cantando la pena, la pena se olvida"- que serían capaces de tararear pero nunca de escribir. De los 600.000 gitanos que viven en España, el 60% es analfabeto, según un informe de la Unión Romaní. "Yo aprendí a leer sola", dice Inmaculada, "y mi nuera Rosa también; las dos sabemos de números justo lo suficiente".

El mayor sobresalto se lo llevaron hace unas noches. El teléfono sonó y oyeron el llanto de un niño al otro lado del auricular. No hablaba nadie, sólo lloraba un niño. "Creímos que era mi Yony y llamamos la policía". Los agentes localizaron el teléfono, consiguieron una orden judicial de entrada y registro e irrumpieron en una casa. Sólo encontraron a una mujer con problemas psíquicos y un muñeco que lloraba. Otra vez sin nada. Otra vez a empezar.Un ahogo muy grande es lo que siente en la garganta Isabel, la tía de Jonathan, responsable de su custodia el día que se perdió. "Entré a hacerme una fotografía y cuando salí ya no estaba". Aquel día Isabel -que se casará el mes que viene con otro gitano de la familia- fue al Pryca acompañada de tres sobrinos más: Sole, Luisa y el Anciano. ¿El Anciano? "Sí, le llamamos así porque nació con las manos arrugadas y además sabe mucho, como si fuera ya viejito".

Llegaron gitanos de Cartagena, de Valencia, de Oviedo, de Murcia..., todos con el apellido Barrull en sus arrugados carnés de identidad. Sus coches de chatarreros quedaron aparcados en la puerta de la chabola, un cartel con el rostro del Yony en el cristal de atrás y dos números de teléfono para que llame quien sepa algo -91 669 55 98 y 91 674 02 41-.

Ya se han ido. Con la misma pena que trajeron. No saben por donde buscar.

¿Solidaridad gitana?

"A Jonathan no se lo llevaron porque fuera gitano. Lo sentimos, pero es un asunto de la policía. No podemos estar a todas las cosas que surgen...". Así se expresaron el viernes los representantes de las Organizaciones No Gubernamentales Presencia Gitana y Secretariado General Gitano para justificar lo siguiente: ninguna asociación u ONG de ayuda al pueblo gitano se ha puesto en contacto con su familia para ofrecerle ayuda o expresarle sencillamente su pesar.El viernes, a eso de las cinco de la tarde, 27 mujeres gitanas, seis gitanos, dos payas y cinco concejales de Izquierda Unida del Ayuntamiento de San Fernando de Henares (Madrid) se colocaron detrás de una pancarta que preguntaba: "Jonathan, ¿dónde estás?". Nadie más. En la chabola de Rosa Barrull no hay fax ni Internet. Sí hay teléfono, pero no sabe a quien llamar para que grite con más fuerza el nombre de su hijo Jonathan.

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