La primera señal de dos novelas IGNACIO VIDAL-FOLCH
Rabos de lagartija y Crónica de la mucha muerte. La editorial decidió presentar juntas las dos novelas, y así Javier Fernández de Castro y Juan Marsé, con sus padrinos, que eran respectivamente Rosa Regás y Joan Manuel Serrat, se encontraron la otra tarde en la sede de Bertelsmann. La sala estaba abarrotada, entre el distinguido público muchos escritores, y entre ellos, Enrique Vila-Matas, que en una reciente encuesta de este diario destacaba una novela de Marsé como una de las 10 más notables de la literatura en lengua española del siglo XX, y Félix de Azúa, que en Lecturas compulsivas cuenta los deslumbramientos, las noches en vela que en su juventud pasaba compartiendo hallazgos literarios con Fernández de Castro.Éste no suele aparecer en las listas de los más vendidos, pero está en la de los autores de prestigio literario consolidado, como dijo Regás. Ha llevado una vida trashumante, con largas etapas en Londres, Madrid, San Sebastián, antes de recalar en Barcelona; fue, creo, discípulo de Benet y una de las apuestas de Barral por una nueva narrativa española, pero parece estar cuajando ahora, en los últimos años, con sus últimas ficciones: Tiempo de beleño, La tierra prometida y esta Crónica de la mucha muerte.
"En las tres se confronta lo urbano y lo rural", dijo Regás, "en las tres sopla un cierzo constante y turbador sobre una topografía de árboles, polvo, caminos, frío; y está el mundo de las motos, de los nómadas, de los catadores de vino, y el tema de la crueldad de las familias. La voz del autor es pausada, habla despacio y va formando un tapiz en el que se va trazando el argumento, bajo el que se oculta el verdadero argumento: un estallido de ternura que parte del epicentro del personaje de un niño mudo y se derrama sobre todos los demás, sobre el mundo".
Regás hizo mención especial de los personajes femeninos de la novela, "mujeres normales en el sentido progresista, que trabajan con responsabilidad y son dueñas de su cuerpo y de su vida".
Le llegó el turno de explicarse a Fernández de Castro, y entre otras cosas contó "un cuento", una experiencia de su vida personal, de su afición a viajar por la España rural, que estaba en el origen de la novela. Un día de hace algunos años llegó con su hijo pequeño a un remoto pueblo pirenaico, aparentemente ruinoso, deshabitado, con todas las casas cerradas a cal y canto. El niño, nada más bajar del coche, cayó y se dio de cabeza contra una piedra, se hizo daño. Al conjuro de su llanto, se abrieron puertas y ventanas y por ellas comparecieron los vecinos, como una multitud de fantasmas, todos viejos, ellos con sus cachabas y sus boinas, ellas con sus pañuelos. Una de las mujeres, viendo la inquietud del forastero, le dijo: "No se asuste. Hace tantos años que no se oía llorar a un niño en este pueblo, que estamos todos conmocionados".
Y cuenta el narrador que mientras escribía el libro solía tener la silueta de ese pueblo recortándose en el horizonte mental. "El término taurino mucha muerte es metáfora de la vida. Del toro que no se muere aunque lo haya parecido, del toro lleno de bravura y energía, se dice que tiene dentro mucha muerte precisamente porque tiene vida. He querido además insertar en ese paisaje hosco del pueblo vetusto, agónico, un discurso joven que transmitiese una idea positiva, un mínimo de solidaridad y esperanza en cambiar el futuro. Lo cual ha sido desesperantemente difícil", explica. Pero los lectores devotos de Fernández de Castro saben que él salió con bien de retos tan difíciles como ése: contar con suavidad de mecánica bien engrasada y altamente precisa episodios, situaciones, relaciones complicadísimas que sólo el esperpento expresionista o la inconsciencia se habían atrevido a abordar. La suya es de las pocas obras actuales que uno se siente tentado de "deconstruir", para ver cómo diablos lo ha hecho...
Marsé, después de recibir los divertidos elogios de Serrat, para quien "en estos tiempos del Gran Hermano y en que el Barça lo pierde todo, el único consuelo que nos queda es la salida de Van Gaal y estos Rabos de lagartija", también contó el primer latido de su novela: "Fue al recordar una escena de hace mucho tiempo, una imagen de 1942. Yo tenía cuatro años. Mi madre estaba en la puerta de casa hablando con un señor que resultó ser policía. El hombre estaba allí -y eso es lo que me llamó la atención después, cuando me enteré de su oficio- en una actitud relajada, distendida, con una mano apoyada en la pared, la otra en el bolsillo, y con la vista puesta en sus propios zapatos, como un vecino cualquiera que se ha parado a charlar. De esa imagen surgió todo el libro".
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