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Rocío

Cuando todavía redobla el eco de la Semana Santa, estallan en la ciudad los tambores y las flautas rocieras. Por unas horas, las hermandades granadinas pueblan el asfalto con sus carruajes y sus caballerías, y salen vestidas de fiesta a su aventura tradicional con los ríos y los polvos del camino. El mes pasado, a la puerta de la Facultad, una alumna encantadora repartía propaganda de un comercio de trajes rocieros, la equipación de nuestro Rocío, el atuendo tradicional de Granada. No importa que hace unos años no hubiera Rocío en Granada, ni tampoco alumnas como ella, porque las tradiciones, igual que los nacionalismos, son siempre novedades imperialistas, invasiones del tiempo, puro presente que necesita conquistar una memoria infinita. El acontecimiento religioso en la Granada de mi infancia era la procesión de la Virgen de las Angustias, una patrona muy olvidada hoy por los jóvenes, más partidarios de las gracias folklóricas de la Blanca Paloma y de los embrujos ceremoniales de la Semana Santa.La procesión de la Virgen de las Angustias duerme en mi memoria como la fotografía en blanco y negro del franquismo, imagen asfixiante de religión verdadera. La alta sociedad paseaba el orgullo de su chaqué y la gente de los barrios y los pueblos vestía unas ropas más sórdidas que sus vidas, de tela gruesa y de negro lluvioso, casi desteñido en el marrón de la pobreza humillada y devota. Como Dios es el único ser que no necesita existir para gobernar, sabe adaptarse muy bien a las circunstancias. El paso triunfal o derrotado de sus fieles, según la experiencia que guardase cada armario, marcaba la respiración y el olor exacto de la dictadura. Ahora es otro Dios el que toca la flauta rociera o el que muere en la cruz de la Semana Santa. Se trata de un Dios turístico en una tierra de servicios. El espectáculo urgente de lo pintoresco es la factura superficial del pensamiento único y del mundo globalizado. Al vestirse de penitentes o de rocieros, los actores sociales se disfrazan de andaluces, del mismo modo que las dependientas de El Corte Inglés se disfrazan una vez al año de chinas para celebrar la Semana del Extremo Oriente. A los turistas y a los consumidores les gusta visitar lo pintoresco, lo singular, y las tierras se vuelcan en los disfraces, en la transformación de su raíz en una tela que posiblemente no oculta ningún desnudo. El Dios de los rocieros se parece mucho al cambio de la Guardia Real en Londres, a la pareja que baila tango en Buenos Aires o a los espectáculos de variedades en el Moulin Rouge de París.

Los antiguos curas y los trasnochados izquierdistas anticlericales acabaremos entendiéndonos en la nostalgia. Siento una punzada de tristeza y desolación al ver a las autoridades socialistas de Andalucía construyendo año tras año la versión folklórica y religiosa de la tierra, y supongo que nadie me entenderá mejor que el párroco de la Virgen de las Angustias, si es que piensa en el espectáculo de una divinidad convertida en horizonte de trajes pintorescos para las tarjetas de crédito. La izquierda lleva en el pecado la penitencia, pero la Iglesia se está quedando sin autoridad sobre el pecado.

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