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Tribuna
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Autolibros

¿Conocen el chiste del escritor? Dos amigos de la infancia, que llevaban muchos años sin verse, se citan en un bar y uno de ellos, que es novelista, se pone a hablar y hablar durante horas de sus libros, sus conferencias, sus artículos, sus premios, sus traducciones, sus viajes, las críticas buenas y malas que recibe, sus problemas con los editores, con el público, con los libreros, con los periodistas... De pronto se detiene, mira profundamente a los ojos del otro y le dice: "¡Pero basta ya de hablar de mí! Hablemos de ti. Dime, por ejemplo, ¿qué te ha parecido mi último libro?".Los escritores pueden llegar a ser así, o incluso peor: el extraordinario Vicente Huidobro, en su afán por ser el pionero de todo, falsificaba las fechas de sus publicaciones hasta que, una vez, retrasó tanto la de unos versos dedicados a Lenin que, al echar cuentas, resultaba que los había escrito cuando el futuro líder de la Revolución tenía unos ocho o diez años, y cuentan que Alejandro Dumas padre tenía el proyecto de construirse una torre en cada una de cuyas piedras estuviese grabado el título de una de sus obras.

Pero también es cierto que nadie puede llegar a odiar tanto un libro como la persona que lo escribió, y eso explica que Franz Kafka quisiera destruir todas sus creaciones, que Juan Ramón Jiménez pasase media vida reelaborando una y otra vez sus poemas o que Marina Tsvietáieva e Ingeborg Bachman quemaran muchos de los suyos, como si el fuego pudiera hacer desaparecer la insatisfacción o el fracaso a la vez que las cuartillas. Los verdaderos escritores saben que llegar al libro que uno quiere es difícil, tan difícil como para que Paul Valéry tuviera que reconocer aquello de: "Un poema no se termina, sólo se abandona".

Hasta ahora, algunos autores de segundo grado se habían atrevido a saltar por encima de todo eso "de toda esa vanidad, esa incertidumbre y ese deseo de perfección" y son muy frecuentes los intentos de concluir alguna obra inacabada de un maestro o hacer segundas partes de un libro célebre. Se trata de fenómenos tan viejos como la propia literatura que no distinguen ni épocas ni géneros ni categorías: al morir Charles Dickens, en 1870, sólo había terminado seis entregas de El misterio de Edwin Drood, de modo que durante un siglo se sucedieron los debates sobre el libro; hubo controversias sobre posibles desenlaces del argumento, en las que participaron desde la reina Victoria hasta G. K. Chesterton; se publicaron docenas de ensayos y también varias versiones con distintos finales, la última de ellas, la de Leon Garfield, que está en las librerías de todo el mundo firmada por los dos en igualdad de condiciones: El misterio de Edwin Drood, por Charles Dickens y Leon Garfield. Al morir, en 1959, Raymond Chandler también dejó a medias una novela llamada La historia de Poodle Springs, que iba a ser la última aventura de su detective Philip Marlowe; pero tampoco hubo problema: treinta años más tarde, Robert B. Parker acabó la historia e hizo estas declaraciones: "Crecí deseando ser Raymond Chandler, y ahora, en cierto modo, lo soy".

Sin embargo, lo que nunca había pasado antes es lo que está empezando a fraguarse ahora y ya puede verse, estos días, en la Feria del Libro de Madrid: los libros a la carta. Así es como lo han llamado, libros a la carta, lo que significa que un lector entra en una librería, pide un volumen determinado, que le imprimen y encuadernan en unos diez minutos y, además, puede personalizarlo, añadirle y quitarle cosas, aumentar el tamaño de la letra o diseñar otra portada. Eso, de momento, pero yo estoy seguro de que lo cosa no va a quedar ahí: los lectores del futuro se dedicarán a corregir y alterar los textos, a adaptarlos a sus necesidades. Si a usted no le gusta que la protagonista de Madame Bovary muera en la última página, borre lo que escribió Flaubert y meta a la buena de Emma, por ejemplo, en Guerra y paz, de Tolstoi, para que se líe con el conde Rostov. Si le desagrada el asesinato de Crimen y castigo, quítele el hacha de la mano a Raskólnikov. El mundo de los autolibros va a ser un mundo nuevo e ilimitado. Un mundo feliz, pero no como el de Huxley, sino de verdad. Todos somos William Shakespeare, o puede que un poco mejores que él.

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