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Igualdad

LUIS MANUEL RUIZ

Durante los días 1 y 2 de junio, la Fundación Directa, organización encaminada a alcanzar la igualdad cultural y profesional de la mujer, celebra en Sevilla, junto con la Consejería de Empleo de la Junta y el Fondo Social Europeo, unas jornadas que persiguen varios objetivos. Los más señalados, leo en el programa, son los que persiguen establecer un equilibrio igualitario en nuestra sociedad entre ambos sexos, apostando por el acceso de la mujer a puestos directivos y defendiendo su incorporación a los lugares de máxima importancia en el escalafón empresarial. Una reivindicación que cuenta con un número más que holgado de décadas, logros, desengaños, mártires y efemérides.

La igualdad, todas las igualdades, plantean un reto severo: cómo conseguir la equiparación de derechos sin disolverse, sin hundirse en un limbo indiferenciado, sin desintegrarnos en eso otro a lo que buscamos parecernos. La mujer desea ser ejecutiva, catedrática, desea ser coronel y presidente del gobierno; pero desea, también y sobre todo, ser mujer. A la notoria evidencia de que todos los hombres somos iguales, estamos compuestos de la misma carne y la misma sangre y nos sentimos desgarrados por las mismas emociones y dilemas, se opone la certeza no menos incontrovertible de que todos somos distintos, de que resulta imposible reducir la apabullante variedad de los seres humanos a un patrón cuadriculado en el que todos debamos ser encajados como en un lecho de Procusto. Desde el punto de vista ético, el siglo XX nos ha puesto ante un hito sin precedentes; por primera vez en la historia, la naturaleza humana está presente con idéntico valor en todos los hombres, lo mismo en el occidental que en el aborigen australiano, igual en el poeta que en el asesino, y todos gozan por decreto de la misma libertad y privilegios. Pero ese logro ilustrado, ya exigido por las cabezas empolvadas del siglo XVIII, lleva en sí su propia trampa: la falta de diferencia política conduce a una falta de diferencia social y personal, y las distinciones individuales acaban desapareciendo en el interior de la gran masa que consume hamburguesas y aprieta frenéticamente cada noche el mando a distancia de su televisor.

Parece que la Revolución Industrial es la última responsable de este universo en serie: ella nos trajo indisolublemente unidas la fabricación en cadena y la democracia, el sufragio universal y la guerra tecnológica, en la que todos podemos morir tan democráticamente como hemos vivido. Esa tensión sigue viva, es una pura tensión posmoderna: la de reclamar la igualdad para ser un individuo que sólo puede reconocerse en la diferencia. La igualdad laboral de la mujer es una obligación que nuestra cultura debe imponerse prioritariamente, como la equiparación legal de todos los colectivos minoritarios, ya sean raciales o nacionales, ya radiquen su diferencia en motivos de sangre, de sexo, de religión, de color de calcetines; y por paradójico que parezca, este caldo común debe ser el sustrato para la muchedumbre de diferencias que acompañan a esa igualdad. Porque una condición esencial de la humanidad es la heterogeneidad, y nadie se parece a nadie en el momento de cerrar los ojos y quedarse a oscuras.

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