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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Expansión de la cultura catalana

En la Biblioteca de Catalunya hay 1,1 millones de fichas bibliográficas.Unos cuantos negritos las han mecanografiado en los últimos tres años.

La palabra negrito debe tomarse como una metáfora, quizá vil, pero metáfora y por tanto, libre de impuestos. La mayoría de nuestros negritos viven en la India, inmenso país. Otros, en Estados Unidos de América.

En octubre de 1997, la dirección de la Biblioteca de Catalunya encargó a la empresa BTLF, norteamericana y experta, la informatización de las fichas. Empezaron por escanearlas, con la colaboración del propio personal de la biblioteca. Las fichas no salieron del templo de la cultura patria.

Los programas informáticos de reconocimiento de texto (OCR) traducen, aunque a duras penas, un folio siempre que no lleve arrugas y esté impreso con nitidez. Pero sobre los textos manuscritos realizan interpretaciones extravagantes. Muchas de las fichas de la biblioteca están caligrafiadas con elegante letra gótica. Ello quiere decir que pueden escanearse -filmarse, para entendernos-, pero no se pueden digitalizar automáticamente. Para convertirlas en dígitos -unidad de significación del lenguaje informático- hacen falta dedos, que, ya ven, viene del latino digitus.

BTLF contrata dedos allá donde se encuentren. Pregunté al señor Charles Lynch, su representante en España, si los había contratado, ahuequé la voz a partir de aquí, en el marco de un programa de cooperación e intercambio con el Tercer Mundo. Me contestó que no y me dijo que no podía dar más detalles de las actividades de su empresa.

El millón largo de fichas de la Biblioteca de Catalunya se ha digitalizado en la India. Al otro extremo del dedo que las teclea hay un cerebro que desconoce los idiomas en los que están escritas las fichas, sea el catalán, el castellano o el latín. Pero el cerebro, mucho más sofisticado que un programa OCR, reconoce letras y va indicando a los dedos sobre qué tecla deben golpear.

Alienación es una palabra que, en los periódicos, ya sólo escribe Vázquez Montalbán. Marx describía ese concepto, en el proceso productivo capitalista, cómo la incapacidad del obrero para hacerse con una idea completa -compleja- del producto. Obreros que pasaban 50 años fabricando bielas, pero que nunca comprenderían un tren resoplando. Es atractivo pensar en las fichas sobre la alienación que reúne el fondo de la Biblioteca de Catalunya. El hecho de que se tratase de una digitalización alienada provocó algunos problemas. Cuando las fichas volvieron de la India, los responsables de la biblioteca observaron una cantidad notable de errores. Demasiados. Las devolvieron al señor Lynch, que las puso en manos de un nuevo grupo de negritos. Hispanos, probablemente, y poseedores de idiomas más operativos. La oferta del señor Lynch no debió de sorprender en América: hace unos meses se supo que un grupo de presos se dedicaba a digitalizar los ejemplares de un periódico de Chicago.

Escribo esto y doy la razón a quienes me parecían hasta hoy grandes, miserables reaccionarios cuando decían que la manera mejor de evitar los problemas racistas es conseguir que los candidatos a emigrar encuentren trabajo en su casa.

No he podido saber a cuánto pagan la ficha Lynch y los catalanes. Ni cómo descuentan los errores. El empresario no tiene por qué darme cuenta de sus negocios. La biblioteca tampoco dispone de momento de cifras precisas, aunque promete tenerlas en el futuro. El precio de digitalización de una ficha bibliográfica oscila entre 500 y 1.000 pesetas, pero eso no aclara cuánto cobran los negritos.

Antes de ponerse en manos de Lynch, la biblioteca intentó negociar directamente con negritos. Cuentan que de Corea. Por las razones que fuera, no salió bien.

Una de las razones de que no saliera bien tiene que ver con la invisibilidad. Se comprenderá rápidamente lo que digo si se piensa que los negritos resaltan mucho sobre la conciencia. La Administración practica la inmoralidad a condición de que resulte invisible. Le repugna pagar a negritos para que tecleen la summa de su cultura, pero no le repugna contratar a Lynch.

También le repugnaría contratar por el salario mínimo a los jóvenes que vigilan las salas de exposiciones, que acomodan a los espectadores en los conciertos o que trasladan los libros almacenados en los sótanos hasta la impaciente mesa de los lectores. La cultura es un negocio delicado y, a sus gestores, una metáfora demasiado cruda les puede producir arcadas.

Jóvenes de Bombay deletrean Ti-rant-Ti-rant-Ti-rant en los atardeces lectivos y se les hace la boca agua.

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