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Contra el síndrome de Itaca

Miquel Alberola

Fueron muchos los aficionados valencianistas que celebraron la derrota del Valencia CF hasta muy entrada la madrugada de ayer. Lo hicieron con el estruendo pirotécnico y el alboroto público propio de una victoria, opción que no merecería reproche alguno si en gran medida no hubiesen actuado deslumbrados por los focos de Canal 9, cuyos responsables trataron a toda costa que la realidad (Real Madrid: 3-Valencia: 0) no les estropeara el despliegue técnico realizado ni una programación diseñada, al parecer, sólo para el triunfo. Incluso en algunas instancias oficiales se estuvo considerando la conveniencia de llevar a cabo toda la parafernalia prevista para ayer, con el pasacalle en guagua descapotable desde Manises a Mestalla, pasando por los balcones del Palau de la Generalitat y del Ayuntamiento, y con la agitación de banderas y el descorche de adrenalina correspondiente.Sin embargo, con muy buen criterio, el Valencia optó por suspender todos los actos. Tuvo un detalle con la mayoría de aficionados, que la noche del 24 de mayo se quedaron mudos, durmieron una pesadilla ensartada de calambres y ayer anduvieron con una boina psíquica muy fastidiosa sobre la cabeza, cuya traducción colectiva adquiría dimensiones de campo magnético tempestuoso. A pesar de la pródiga prosopopeya de algunos políticos, a los que se les ha descompuesto la foto histórica, y de las cataplasmas pías de algunos charlatanes que tratan de tapar el Sol con la mano, el Valencia perdió la Copa de Europa. Aquí no sirve el consuelo de Kavafis con la isla de Itaca: lo importante no era el camino, ya que esta regla sólo sirve para aliviar a quienes viajan a sitios en los que no hay nada. En todo caso, el equipo ya había alcanzado el subcampeonato europeo en el partido de ida de semifinales frente al Barcelona el pasado 2 de mayo. Incluso lo había celebrado la afición. Y de qué modo.

Sin desmerecer la trayectoria del Valencia, que esta temporada ha hecho los deberes en la competición nacional y ha llegado hasta la final de la Liga de Campeones tras una campaña trepidante, el equipo fue incapaz de cerrar con un broche de lujo el siglo XX. Son cosas que pasan en un deporte en el que concurren dos equipos en una sola prueba y sólo a uno le cabe ganar. No era necesario, por lo tanto, pervertir el descalabro en términos de dulce derrota, tan habituales en partidos políticos que no pierden en las urnas tanto como era de esperar o rozan por enésima vez las puertas del Parlamento por fuera. Aquí no había nada que disimular ni había que engañar a nadie.

El Valencia fue víctima de su propio agarrotamiento y se le escapó la oportunidad de guardar en sus vitrinas la primera Copa de Europa, lo que, al margen de su incontrovertible valía como equipo, hubiese aumentado su valor, haciendo de él un club del que quizá ya no se querría ir nadie con tanta facilidad, puesto que el Lazio o el Milan (más que probables destinos de Claudio López y Farinós) quedaban devaluados por la gesta. Por el contrario, esta vibrante trayectoria en Europa parece que sólo ha servido para la promoción mercantil de la plantilla, dando pábulo a un rumor de transacciones que sólo ha hecho que empezar. Por no hablar de la crisis en canal que le hubiese abierto al Real Madrid, para regocijo metadeportivo de las periferias, en el caso de que se hubiese alzado con la victoria. El Valencia, con todo a favor, sólo tenía que salir y disfrutar, por aplicarle la fórmula que Cruyff dio al Barcelona en Wembley. Si había sido capaz de llegar hasta Itaca, ahora tenía que traérsela a casa.

Por eso hay que reivindicar el derecho al estado de decepción que impregna a muchos valencianos, quienes en el mejor de los casos vivieron esta suerte de Waterloo por televisión, pero en el peor de ellos llegaron a pedir préstamos de 300.000 pesetas para poderse pagar el viaje y la entrada al estadio de Saint Denis, al que sólo consiguieron llegar tras muchas penalidades. Celebrar esta derrota hubiese sido un insulto a ellos. Entre otras cosas, porque los pueblos que no asumen sus derrotas, las metabolizan y toman impulso en el daño para superarse nunca salen del agujero. Y esto es un pueblo con un agujero, no un pedestal para oportunistas.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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