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Relevo en el IVAM

Apostaríamos que el presidente Eduardo Zaplana se ha sentido aliviado al dar por ejecutado el relevo en la dirección del Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM). Saber que el director destituido, Juan Manuel Bonet, ha sacudido las alpargatas y partido con viento fresco hacia su nuevo destino ha debido significarle -junto a las autoridades responsables de su política cultural- pasar una de las páginas más desafortunadas de su mandato. Y no nos referimos a la gestión desarrollada por el mentado directivo al frente del museo, que no viene al caso valorar, sino al episodio concreto de su licenciamiento, tan estrepitoso y demencial por no pocos de sus aspectos.Como acaso se recuerde, el repetido Bonet movilizó el pasado mes de marzo a lo más granado del columnismo periodístico español, y muy especialmente madrileño, aireando la especie de que la Consejería de Cultura maquinaba el allanamiento y recorte de la autonomía del centro, gobernado desde su fundación sin la menor cortapisa. La prueba de tal desmán era la instalación de una escultura -el famoso Esclavo de Sanleón- ante la fachada del museo, en el mismo espacio que otrora se exhibieron autobuses y chirimbolos varios.

Con sospechosa y sorprendente sincronía el universo cultural clamó al cielo, denunciando tan temeraria iniciativa. Nosotros mismos nos sumamos al coro plañidero, intoxicados por lo que ha resultado ser una lamentable tergiversación. Altos prebostes del Gobierno central abogaron por el oprimido Bonet, y alguno hubo que propuso destituir al consejero de Cultura, Manuel Tarancón, a fin de enmendar el entuerto. Zaplana aguantó la presión y las tarascadas mediáticas que a diario le empitonaban, precisamente, desde las tribunas y micrófonos más afines a su partido. El apuntamiento, como se ha visto, no sirvió más que para acelerar la destitución y, esperemos, que para sacar provechosas conclusiones.

La primera de ellas es que, decidido un relevo, no debe dársele oportunidad al damnificado para tramar una cruzada y arrogarse la condición de perseguido, tal como se lo montó el taimado y untuoso Bonet, que aprovechó la circunstancia para postularse en la Corte como una víctima de la vileza provinciana. No era verdad, pero convertido en héroe podía quizá afanarse una prebenda de campanillas, como a la postre le ha adjudicado la ministra Pilar del Castillo, que le eximiese de volver a su trabajo de crítico de arte, más modesto y, sobre todo, austero.

La segunda conclusión es que frente a una ofensiva informativa tan desmedida e infundada como la padecida por el Gobierno autonómico -y su proyecto cultural- de poco sirve esperar a que escampe. Lo aconsejable es dar la cara y contar con pelos y señales las trampas del pillastre. No se hizo oportunamente y después ya fue tarde para restaurar los hechos y alumbrar las entretelas del episodio. Esa batalla la perdió la Generalitat. Incluso fue inhábil para dar a conocer urbi et orbi el dictamen del consejo rector del museo, integrado por personalidades independientes, que le absolvía del pretendido intervencionismo. Torpezas aparte, Zaplana puede congratularse por haberse librado de Bonet, ese obsequio que le enviaron de Madrid. Con Kosme de Barañano, su sucesor, empieza otra época.

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