La química
Por una cosa u otra, por Internet o el Gran Hermano, por el pleito de una actriz o por las videocámaras, la intimidad está en boga. Ciertamente, nada hay más eficaz para elevar la cotización de una cosa que su escasez o, incluso, la probable inminencia de su fin. Ninguna especie se estima más que la amenazada de extinción, nunca se aprecia más el aire puro que cuando se ha contaminado, jamás ganó mayor prestigio la gastronomía que cuando cunde la comida basura. Con la intimidad sucede otro tanto: jamás se ha valorado con tanta intensidad como ahora; cuando parece más vulnerable y reclamada para la explotación. Día tras día, no sólo actúan contra la intimidad los muchos medios disponibles para rastrear nuestros gustos y nuestros vicios, sino el mismo estilo de la época que ve en la intimidad un lastre o una composición viscosa opuesta a la demanda de transparencia y circulación acelerada. Pero incluso la medicina ha tomado medidas para acabar o reducir este emocionante cantón de la vida que, a varios efectos, se ha hecho un estorbo en la tónica del progreso actual. El Prozac, el Zoloft, el Paxil, el Remeron y tantos otros psicofármacos de la felicidad han reemplazado ya el quehacer del psicoanalista que trabajaba con la promiscua materia interior. Ahora los pacientes se presentan en la consulta como sujetos de un desarreglo químico en lugar de como acarreadores de una tragedia anímica o de una rara avería del yo. Freud y su escuela fueron grandes productores de intimidad, instigadores de historias secretas y toneladas de selectos pretéritos en compota, pero en la nueva psiquiatría la intimidad no cuenta o la larga historia personal posee una relevancia igual a cero. La pastilla se dirige sin rodeos a un punto de la trama cerebral y regula con sentido técnico el caudal de alguna sustancia que decide el ánimo. Con ello, los argumentos y paisajes de interior quedan olvidados, el significado de los recuerdos desgajado y las trazas psíquicas eludidas. La pastilla, la cápsula o la píldora de la felicidad, los SSRI de nuestros días, portan en su interior un firme cauterizador orgánico y, en el mismo lugar quizás donde se hallaba la antigua intimidad clamante, posan, como solución veloz, el opaco silencio de la química.
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