Observaciones sobre el romántico Cavanilles
Este fin de siglo -como el fin de siglo pasado- se ha caracterizado por el apogeo del romanticismo. Antoni Marí, en su excelente ensayo Marcel Proust y el fin de siècle, escribe sobre la rebelión romántica que afectó al positivismo de finales del siglo XIX: "El hombre no va siempre a la búsqueda del placer o del progreso, no siempre se comporta de una manera racional, sino que a menudo prefiere el caos y la destrucción y se miente a él mismo y sobre él mismo" (Formes de l'individualisme, Edicions 3 i 4). Frente al cultivo del empirismo, frente a aquel mundo nuevo que descubrió la Ilustración, y que sistematizó todo el conocimiento en formas aprehensibles y etiquetables, surgió, poco a poco, pero tenazmente, un sentimiento de rechazo, de incomodidad, de rebelión ante aquella dictadura de la razón. Isaiah Berlin, en Las raíces del romanticismo, sitúa el origen del "grito" antirracionalista en Alemania, en todos aquellos poetas -que tanto molestaban a Goethe- del Sturm und Drang (Tempestad y empuje). Sin embargo, quizá resulte innecesario centrar el punto de origen del romanticismo; difícilmente Jean-Jacques Rousseau leyó la obra de aquellos escritores alemanes, y, no obstante, su Heloisa produjo tal conmoción en la literatura europea, que condujo al joven Goethe a escribir el Werther, su principal obra romántica. Por otro lado, el término romanticismo fue acuñado en Inglaterra (aunque tenga un origen claramente francés, de roman, novela), y caracteriza a la perfección las melosas novelas de Richardson. Por tanto resulta baladí intentar señalar el punto exacto donde surgió aquella exaltación frenética del alma; más bien parece que fue una reacción alérgica al raciocinio que afectó a casi toda la Europa ilustrada. Por tanto, el fin de siglo del XVIII "ya" fue romántico, es decir, anticientífico y novelesco.
No hace falta remarcar que en la España del XVIII la inquisición se encargaba de apaciguar cualquier exaltación "novelesca". No obstante, cuando el francés Masson de Morvilliers escribió en la Encyclopédie: "El Gobierno Español es débil y paralítico; las Ciencias y Artes estan absolutamente abandonadas; los Generales carecen de pericia militar; el Clero tiraniza a la Nación: en fin no hay otra cosa entre los Españoles que ignorancia, apatía o gravedad ociosa", quizá exageró un poco, quizá se dejó llevar por su indignación ante el retraso intelectual del país vecino. Pero la contestación que recibió por parte de Antonio Josef Cavanilles fue de una exaltación tan desorbitada, que en cierta medida recuerda a los gritos patrióticos de los poetas románticos del Sturm und Drang. Cavanilles, en sus Observaciones sobre el artículo España de la Nueva Enciclopedia, desafiaba al sorprendido Masson: "El amor propio y el honor, estos dos grandes móviles de toda elevación, a los que debemos todas nuestras virtudes, se estremecen ante la presencia de la calumnia, y su indignación tiene fatigada nuestra alma". Sin duda, el joven Cavanilles sorprendería a los directores de la Enciclopedia, que sonreirían comprensivos ante la retahíla de ejemplos de glorias españolas, supuestamente internacionales (¿quién mejor que un francés para entender aquello de la patrie en danger?). Si es que no rompieron en carcajadas ante las preguntas retóricas del joven abbé: "¿Conoce los cursos de matemáticas del padre Tosca? ¿Conoce a don Antonio Rosell, profesor del Colegio de S. Isidro, y a don Francisco Subirás, profesor del colegio de los nobles? Le citaremos aún a don José de Mazarredo; a don Rafael de Lasala, obispo de Solsona...". ¡Y como colofón final a aquella lista de nombres epónimos, Cavanilles proponía a Gregorio Mayans, como el "Plutarco español"!
Parece, pues, que cada fin de siglo, la historia se repite. Doscientos años después de que el valencianísimo Cavanilles cantara las glorias de España, el nombre del erudito de Oliva vuelve a aflorar en nuestro país, bajo la tutela del gobierno conservador, como prototipo universal de ilustrado. Quizá por eso, Francisco Sánchez-Blanco, en su interesante estudio sobre la Ilustración recientemente publicado (La mentalidad ilustrada, Edirorial Taurus), comenta con cierta inquietud: "Hoy podemos decir que no hay autonomía o municipio que se sienta a gusto si no cuenta entre sus antepasados con algún 'ilustrado'. Así, por ejemplo, celebra Madrid a Carlos III, Valencia a Mayans y Extremadura a Forner, atribuyendo ese calificativo a los prohombres del siglo XVIII sin detenerse a pensar lo que ese concepto significa".
¡Detenerse a pensar! ¡Ya tenemos aquí al racionalista! Es preferible tergiversar la realidad, idear falsos mitos para descartar los auténticos (que casi siempre resultan incómodos), y provocar tal confusión sobre el uso de los términos (erudito, ilustrado, sabio, humanista,...) que al final todos los ayuntamientos, democráticamente, tengan su héroe novelesco. Lo mismo da que se llame Mayans, Cavanilles, Forner o Antonio Fornell del Colegio de San Isidro: nunca serán leídos en profundidad y asimilados por el pueblo, que seguirá tan ignorante como de costumbre. En definitiva, ese sentimiento antirracionalista fomentado por nuestros gobernantes, que se traduce en materia cultural en una amorfa y esterilizante indefinición, es un paso premeditado hacia el caos y la destrucción. Un pueblo sin criterio, que se rige por "el amor propio y el honor" más que por la cabeza, resulta sin duda mucho más controlable que uno culto y reflexivo. Por eso nadie se detiene a pensar, porque en los tiempos que corren, el fruto del ejercicio de la razón ya no constituye un argumento, sino tan sólo una inútil circunstancia.
Martí Domínguez es escritor.
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