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Regreso a la normalidad MANUEL CRUZ

Manuel Cruz

De un tiempo a esta parte (para ser exactos, desde el pasado 12 de marzo) se viene repitiendo con insistencia -tanto en medios de comunicación escritos, como en tertulias radiofónicas o de televisión- la idea de que ha finalizado la época del votante ideológico y, por tanto, incondicional de una formación política o, si más no, de un proyecto global. La arrolladora victoria del Partido Popular y, sobre todo, el hecho de que haya podido empezar a ganar votos en sectores tradicionalmente refractarios a sus siglas (en los cinturones industriales de las grandes ciudades, antaño rojos, en territorios históricamente dominados por el nacionalismo moderado, entre los jóvenes, etcétera) ha hecho que la mayor parte de analistas hayan destacado casi en exclusiva el elemento de novedad que todo esto suponía. Según ellos habríamos asistido, sin esperarlo, a un acontecimiento de enormes consecuencias que de una u otra forma (o sea, a uno u otro ritmo) obligaría a que los partidos empezaran a soltar lo que se habría revelado como un pesado lastre, esto es, todo lo que sonara a valores, ideales o, más en general, grandes objetivos programáticos.Las formaciones políticas derrotadas (de hecho, todas menos el PP) han acusado el golpe y parecen haber decidido emprender una frenética carrera en persecución de lo que pudiéramos llamar el votante sin principios. En contra de lo que a las gentes que se tienen por progresistas les agradaría pensar, no han sido las organizaciones de derechas las que se han lanzado más resueltamente por la pendiente de la ligereza ideológica (Duran i Lleida, siempre tan rápido de reflejos, ya ha propuesto un nacionalismo pragmático, por ejemplo). La propia Esquerra Republi-cana, por boca de su secretario general, Lluís Carod Rovira, parece haber iniciado movimientos en esa misma dirección (al menos si nos atenemos a unas recientes declaraciones al diario Avui, en las que se pronunciaba en análogo sentido).

Quisiera dejar claro cuanto antes que no estoy rechazando de plano la premisa, en parte aceptable. Simplemente me gustaría introducir el argumento complementario de que, junto a tales elementos inéditos (y en esa misma medida no previstos por las fuerzas políticas), en el resultado del pasado día 12 han operado elementos mucho más antiguos, que permanecían dormidos o como en sordina en la conciencia de amplias zonas del electorado. Sin ellos, difícilmente consiguen explicarse de manera satisfactoria determinadas mudanzas. Es muy probable, por ejemplo, que el trasvase de votos desde CiU al PP tenga que ver en gran medida con esto. De hecho, durante mucho tiempo los estrategas de este partido han trabajado con la hipótesis de que la coalición nacionalista había tomado prestados unos votos que en realidad no le pertenecían (la cifra que se acostumbra a manejar es la del mejor resultado obtenido en Cataluña por la UCD) y que, tarde o temprano, terminarían volviendo a su lugar natural.

El error, a cuya generalización ha contribuido con notable eficacia y brillantez Aleix Vidal-Quadras, prestándole rostro a las actitudes más intransigentes, ha sido confundir voto conservador con voto franquista duro. Habría que empezar a preguntarse hasta qué punto una de las razones últimas para entender lo ocurrido hace más de dos meses radica en el hecho de que no sólo los políticos, sino la ciudadanía en general, acabaron por creerse su propio relato del pasado. Tal vez no esté de más recordar la obviedad de que el franquismo, además de un notable y por momentos cruel aparato represivo, contaba también -como por lo demás no podía ser de otra manera- con una amplia base social, que se fue ensanchando conforme tuvo la astucia de ir haciendo desaparecer de su discurso los aspectos más groseramente autoritarios. Esa base social, que en algún momento se denominó franquismo sociológico, probablemente constituía (frente a la obscena nostalgia de la primera AP) el grueso del electorado conservador más templado de la UCD.

El avasallador triunfo del PP quizá muestre que este país nunca fue tan de izquierdas (ni tan nacionalista, por descontado) como se empeñó en decirse a sí mismo durante mucho tiempo, acaso para sacudirse la mala conciencia de haber visto morir al dictador en la cama. Pero el franquismo queda demasiado lejos, y ha dejado de cotizar en bolsa una cierta épica de guardarropía, tan eficaz en los primeros años de la transición (¿vino a decir otra cosa Rajoy la noche de las elecciones?). Los que en realidad nunca dejaron de ser discretamente conservadores (de esto, de aquello o de lo que hubiera) ya pueden salir de su particular armario. A parecida conclusión se puede llegar por otras vías, como, por ejemplo, consultando el muy interesante y documentado libro de Ignasi Riera Los catalanes de Franco. De ahí que empezara señalando mis reservas ante tanta insistencia en proclamar que se ha iniciado una nueva forma de relación entre los ciudadanos y la esfera de lo público. No creo que la mayor parte de las clases medias urbanas, pequeños y medianos empresarios, amas de casa o pensionistas que ha cambiado el sentido de su voto lo haya hecho porque se ha incorporado, con gozoso entusiasmo, a la buena nueva de la postmodernidad política. Se me disculpará la brutalidad pero, puestos a utilizar tal lógica, me inclinaría más bien por afirmar que la mencionada postmodernidad le ha rendido un impagable servicio a la caspa.

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