Fantasmas en los armarios
ESPIDO FREIRE
Era difícil conseguir una casa hace años. Quizás no tanto como ahora, cuando los pisos del País Vasco encabezan la lista de precio por metro cuadrado, pero complicado igualmente. Aún no se daba el apalancamiento de los hijos en casa, y las parejas se casaban antes, se empeñaban antes, recorrían antes las obras a medias o los barrios viejos de la ciudad, en busca de huecos en los que amueblar su vida futura. Y una vez hipotecados hasta las cejas, había que buscar muebles, al menos una cama, una silla y una mesa de formica. Las parejitas jóvenes intentaban conseguir un sofá alrededor del cual encajar el resto del salón, una reproduccción del Guernica, una araña con cristalitos multicolores y un dormitorio puente. Aún no había comenzado el ascenso de las antigüedades, y los muebles viejos, exceptuando, quizás, los de familia, continuaban siendo muebles viejos.
A veces, si las cosas marchaban bien y en la casa anidaba el espíritu emprendedor, o si la familia, aparte de los muebles, habían legado un comercio, había que preocuparse por conseguir otro local, un bajo con buen escaparate, acceso para los automóviles y un buen emplazamiento. Entonces no se buscaba tanto la estética de las tiendas, no se cambiaban con tanta facilidad los escaparates por el día de la madre, por la primavera, por las fiestas patronales, pero existían las mismas preocupaciones: que no plantaran unas obras delante, que no convirtieran la calle populosa en una peatonal, o la inversa, que por fin los coches no impidiesen el paseo tranquilo.
Pero aún así, la mayor parte de las inquietudes se centraban en la casa; cada una de las reformas se seguía como una tortura, no sólo por el ruido, las molestias de polvo y escándalo, sino porque implicaba introducir un elemento extraño en la familia, en la historia privada de las cuatro paredes. Cuando los muebles pasaban de moda, se estiraba el presupuesto para convertir el salón en algo aceptable a la mirada crítica de los invitados, para eliminar el estampado antiguo de las paredes y pintar la cocina en amarillo y darle más luz.
En la casa se fraguaban secretos y separaciones, se silenciaban problemas y se criticaba en la sobremesa del café. Las adolescentes conspiraban entre ellas para que les dejaran quedarse hasta la misma hora que a los chicos, y se prestaban la ropa entre ellas. Los chavales partían hacia la escuela por primera vez, con la madre tirando de ellos y los churretes de lágrimas por las mejillas. Se velaba a los muertos de la familia, se despedía a la hija que se casaba tras el reportaje de boda en el vestíbulo y frente al sofá. Los niños crecían cuando se les permitía quedarse solos un fin de semana, dueños y señores de los pocos metros cuadrados.
Las esperanzas, las vivencias, los recuerdos apilados en los armarios, todos los años que forman el papel de las paredes de la casa podían destrozarse en unas horas si un cortocircuito oportuno, una estufa vieja prendida reducía la casa a cenizas. Ha ocurrido siempre, los teatros se incendiaban, las casas de geishas temían al fuego más que a cualquier otra cosa en el mundo, porque era capaz de destrozar su mayor riqueza, las colecciones de quimonos; Lisboa, Londres, Santander sufrieron incendios tremendos en algunos momentos de su historia. Ocurrían incidentes menores, un vecino que olvidaba cerrar el grifo, o una lavadora desmandada. O el temor de que al regresar de unas vacaciones encontraran el piso franco, desierto. Asaltado.
Ahora se ha añadido un nuevo temor: por pertenecer a una familia, por vivir en una localidad, por defender determinadas ideas se está en peligro. Las casas se pierden, los comercios se arrasan, las paredes muestran frases ofensivas y el miedo, la tristeza y la rabia se esconden bajo capas de orgullo y dignidad. En minutos la vida cambia. Hay energúmenos que se creen héroes por arruinar los sueños ajenos. Cuando no lo logran, cuando el valor prevalece, reducen a cenizas lo que pueden. Pero las casas se edifican en otros lugares, en lugares inaccesibles al fuego, al vandalismo y al sinsentido. Son tiempo, son pasado. Y nadie quema los recuerdos.
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