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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Ventanas JORDI PUNTÍ

Levanto la vista del libro que estoy leyendo y contemplo mi pierna derecha. La veo frente a mí, quieta y tiesa encima de los cojines, con el yeso oscurecido (blanco como la nieve pisada) que me cubre de la rodilla hasta el pie. Me saludo a mí mismo moviendo los dedos que aparecen en el extremo, tímidos, y me doy cuenta de que me estoy convirtiendo en un artista de la inmovilidad. Hace ya casi tres semanas que me rompí el pie por obra y gracia de un peldaño traicionero, y desde entonces me he aplicado a las tareas más diversas para llenar las largas semanas del reposo prescrito por el médico. La narración de los hechos y el examen curioso de las radiografías de mi pie centraron la conversación con las primeras visitas: hay algo mágico y fascinante, como de admiración de un exvoto laico, en el acto de levantar una radiografía hacia el resplandor y reconocer en el contraluz el negativo perfecto del pie quebrado que tienes delante.Vinieron luego las horas solo en casa y los libros, historias de ficción como la preciosa novela A este lado de la luz, de Colum McCann, que a ratos me transportaba al Nueva York de 1915, cuando los irlandeses emigrados construían los túneles para el tren bajo el río Hudson, y a ratos me devolvía con nervio a la actualidad, cuando los homeless -la inmundicia y el miedo, la pobreza y la ocultación- siguen ocupando esos túneles ya en desuso para el tren. A continuación leí La vida amarga de Josep Pla, atraído por el título del libro (que me parecía premonitorio), y en ese deslumbrante catálogo de las formas humanas que poblaban las casas de huéspedes que frecuentó el escritor aprendí que también se podía ser un artista de la inmovilidad en el extranjero y sin tener rota ni una sola extremidad.

Vinieron más libros, sigo leyendo cada día, pero hay momentos en que las horas pasan con parsimonia, en fila india, y la lectura tiene un límite; entonces me rodeo de todos los mandos a distancia de la casa y los utilizo hasta que me harto. Escucho la radio, veo la televisión (yo soy mi Gran Hermano) o redescubro alguna de esas películas de vídeo cubiertas de polvo que grabé y olvidé hace meses y años. Esta mañana me he tragado una vez más La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock, pues quería comprobar cómo lo hacía James Stewart para compaginar su inmovilidad absoluta (un artista) con su insaciable curiosidad y de paso meterse en apuros, y cuando ha terminado la película, para combatir la excitación del suspense, he decidido que yo podía hacer lo mismo. Ahora soy un cierto James Stewart y con la ayuda de mis dos muletas inseparables me he apostado en una ventana que da a la calle. Es media tarde y está todo muy tranquilo, no parece que vaya a haber novedades. Inmóvil en mi butaca, sigo con la vista el quehacer cotidiano. De derecha a izquierda, pasa una mujer con su hija pequeña, unos cinco años calculo yo, que se come su merienda y canta una canción que debe haber aprendido en el colegio. Cruzan después unos adolescentes que se empujan y ríen, como si fuera un anuncio de ropa juvenil. Al otro lado de la calle, en un pequeño jardín, el gato de los vecinos lo escucha todo sin inquietarse y fija la vista en unos calcetines tendidos que mueve la brisa. De pronto el gato desaparece rápido como una centella y empieza a llover. Veinte segundos y ya diluvia y entonces sí que no pasa nada más, excepto que los calcetines y más ropa que había tendida están empapados y gotean. Podría decir que ésta es una ventana muy aburrida pero mentiría, es una ventana normal que por el momento no llama a indiscreciones.

Si yo fuera un personaje de Paul Auster, cada día de cada día, a la misma hora, sacaría una foto polaroid de lo que veo desde mi ventana, y así llenaría un álbum de fotos sobre el paso del tiempo y la inmovilidad. Lo que voy a hacer, sin embargo, es casi lo contrario: voy a conectarme a Internet y mirar a través de otras ventanas. En colaboración con el CCCB, la francesa Federica Michot -hace un par de meses Sergi Pàmies habló de ella en esta página- ha montado el Flyer Center BCN (www.cccb.org/flyercenter), con una web en donde, además de muchas otras iniciativas, uno puede ser inmóvil e indiscreto y curiosear lo que se ve tras la ventana de otras personas. Se trata de enviar una foto de tu ventana o, en su defecto, una descripción de lo que ves. Así, el navegante fisgón pero forzosamente estático puede visitar sin moverse de su butaca los paisajes y la gente de Moscú, París, Shanghai, Zagreb, Barcelona, México D.F. o Belgrado. Desde la Polinesia francesa, por ejemplo, un joven nos muestra un panorama paradisíaco con palmera y playa desierta incluidos, pero luego nos cuenta que no hace mucho un ciclón lo desoló todo. Desde Sikkin, en la India, una foto algo borrosa no permite certificar lo que cuenta el texto: "Desde mi ventana veo el Tíbet", pero uno siente la misma envidia. Poco a poco las voy mirando todas y pienso en lo que diría si enviase una foto de mi calle. Cojo las muletas y con dificultad me acerco de nuevo a mi ventana. Afuera ya no llueve y ha empezado a oscurecer. A lo mejor diría: "Hace casi tres semanas que no piso esta calle".

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