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Reportaje:LA CASA POR LA VENTANA

El porvenir de una ilusión

No es por hacer de alborotador pasivo, pero dudo mucho de que los nacionalistas valencianos que destrozaron el otro día la estatua del banderillero Manolo Montoliu en la entrada de la Plaza de Toros actuasen llevados por una ética del buen gusto contraria al modelo de mobiliario urbano impulsado por Rita Barberá, ya que previamente habían soportado estoicamente -algunos incluso alardeando de ese indescriptible entusiasmo que se expresa mediante el flamear de banderas- un par de horas de concierto de Lluís Llach, sin duda uno de los más llorones y cursis cantautores de la vieja Nova Cançó que ahora anda estremecido por su constante apelación a la ternura, simultaneando las soflamas políticas de siempre (porque, en efecto, aquí no pasa nada si lo que ocurre no se atiene a sus delirios) con el más reciente ramalazo lastimero. Que un cuarto de siglo después de la muerte de Franco siga teniendo audiencia una canción como L'estaca sólo puede tener que ver con la nostalgia -vivida o a beneficio de vicario- del que no quiere arrepentirse otra vez de lo que pudo haber sido y no fue o, lo que viene a ser peor, con un difuso deseo liberador que ahora encontraría en las insuficiencias de la democracia autonómica el pretexto para sus extraordinarios parlamentos de extraparlamentario.A mi todo esto me produce la misma impresión de hastío, por no mencionar la impostura, que me embargaba hace muchos años cuando un puñado de confortables militantes de ultraizquierda, del tipo de Josep Piqué, Rafa Blasco o el ya entonces gerente vocacional Villaescusa, aliñaban sus universitarias veladas nocturnas extasiándose con estribillos como el de Bella Ciao como si hubiesen formado parte del heroico comando de partisanos que capturó a Mussolini en el Gran Sasso. El deleite por sustitución es tanto más peligroso cuanto más cree integrar en sus ilusiones el horizonte inevitable de un futuro emancipador que, careciendo de otros emblemas movilizadores igualmente poderosos pero de mayor actualidad, no tiene más remedio que echar mano del esplendor de una cierta colección de antigüedades más o menos venerables. La caricatura de ese seguidismo ilusorio se expresaría, por ejemplo, en la extendida creencia acerca de que la actual novelística valenciana carece de todo interés, pero (y ese pero es la clave justificatoria para persistir en el empeño) dispone en los archivos, bibliotecarios más que en la memoria personal, de un Tirant lo Blanch que si desmerecería ante El Quijote es debido a la malignidad del imperialismo político castellano. Y no deja de ser curioso que haya tenido que ser Mario Vargas Llosa, ese liberal antinacionalista, el autor del elogio mayor y más riguroso a los méritos de esa narrativa clásica. De paso, una actitud semejante magnifica la modestia de nuestra cultura actual. Nuestro presente es poca cosa, cierto, pero el pasado, ah, el pasado, ése si que es nuestro, menuda colección de glorias pretéritas nos validan a modo de anticipo, aunque distemos de estar a su altura, pues ¿acaso no forman parte de nuestra tradición, por más que no se haya dado todavía con el modo de proseguirla como sus históricos logros demandan? La orfandad del presente espanta más que estimula, y recurrirá a la amalgama de rituales estacionales, más próximos a las alegrías falleras y a las devociones del Traslado de la Virgen de lo que se cree, como si se estuviera civilmente persuadido de que no hay más nacionalismo que el que arde en los repuntes periféricos del núcleo que lo convoca. La misma historia, la misma histeria, a manos a veces de los mismos protagonistas.

Poco impuesto como estoy en cuestiones nacionalistas, he de confesar que no puedo entender desde qué indefensa posición personal o política se puede dejar como recuerdo -de pretensión imborrable- en los muros del coso taurino inflamados mensajes de spray del tipo "Espanya es una merda", como residuo quizás indeseado pero no por ello imprevisible de un acto convocado por Acció Cultural del País Valencià. Ese tonto mensaje cultural, como tantos otros que le son correlativos, debe ser desautorizado por las personas políticas que participan en esos juegos florales. Genocidios históricoculturales aparte, tampoco aquí hay más mierda que la que arde. Las exageraciones de Zaplana sobre este asunto, reconvertido en un Arzalluz igualmente oportunista pero de signo en apariencia contrario, no pueden servir de pretexto para alardear de la razón que no se tiene. Aparte de que me parece peligroso -ahí está el caso terrible de Guillem Agulló- fomentar el síndrome de pérdida patriótica entre unos adolescentes que bastante tienen con lo suyo y va y se lo creen y van más allá de los límites políticos que los adultos se imponen.

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