Conformismo de entrada JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO
Había, hay, curiosidad por escuchar qué ideas tienen los nuevos responsables de la política cultural respecto a la música. No es solamente la postura ante la música lo que importa del equipo ministerial entrante, desde luego, pero es al menos un botón de muestra significativo de unos puntos de vista más amplios. Las primeras manifestaciones del secretario de Estado de Cultura, Luis Alberto de Cuenca, en el terreno musical se han referido únicamente al Teatro Real, del que ha declarado que está llevando a cabo una actividad "enormemente aceptable", según coincidente expresión recogida, al menos, en los diarios EL PAÍS y Abc el pasado sábado. Es una lástima que no haya precisado un poco más el generoso calificativo que acompaña a la palabra aceptable, pero la sensación transmitida es de conformismo con lo que se está haciendo, cuando no de triunfalismo emergente, poniendo bajo sospecha las ambiciones de la nueva cúpula cultural respecto a la ópera en Madrid. El Teatro Real está a punto de terminar su tercera temporada regular y tiene, como mínimo, tres cuestiones de capital importancia por resolver. La primera de ellas es una mayor integración con la sociedad que lo sustenta, lo que se percibe en una doble dimensión, la derivada de que la población madrileña no acaba de sentir el Real como suyo, sino más bien como una isla, y la ausencia de una plataforma de encuentro de la mejor creatividad española alrededor de la ópera. El Real tiene, dentro de lo que cabe, una saludable gestión económica, basada en los índices de ocupación por los abonados y en la dependencia de empresas o instituciones patrocinadoras, pero carece de unas mínimas intenciones de proyectarse a una sociedad más amplia. Cuando se repuso, por ejemplo, esta temporada La Bohème, se limitó a un reducidísimo número de funciones, se escogió un reparto de segundo orden y se mantuvieron precios de alto nivel en vez de instaurar otros más populares. Así, evidentemente, no se hace afición o, como dicen los políticos, no se generan nuevos públicos. La política social es prácticamente nula, y el teatro reafirma su condición elitista. Otra cuestión grave: la ausencia de un proyecto pedagógico que permita la familiarización de los jóvenes con la ópera. Es algo que tienen, de una u otra forma, la mayoría de teatros líricos, desde La Scala de Milán hasta el Liceo de Barcelona. El Real sigue en este sentido muy por detrás de lo exigible a un teatro con una fuerte subvención pública.
En segundo lugar, está la ausencia de un proyecto que defina de algún modo las líneas artísticas del teatro. Bien es verdad que se han dado pasos para presentar óperas españolas históricas o de nueva creación en condiciones impecables (la presencia de Plácido Domingo en Margarita la tornera o la puesta en escena de Herbert Wernicke en Don Quijote son dos ejemplos recientes estimulantes), pero la sensación que transmite la programación, mirada en su totalidad, es desconcertante, con obras que no encajan por su dificultad en la fase de asentamiento del teatro, o con una falta de correspondencias temáticas, históricas o conceptuales en la visión global. Un teatro de ópera no es únicamente una factoría que yuxtapone un título a continuación de otro, al igual que la cultura, como dice Gadamer en un libro recientemente publicado en España; es algo más que el empleo del tiempo libre. Un teatro de ópera es una respuesta creativa, artística y cultural desde la lírica al tiempo en que se está viviendo. El Real no acaba de comprender la complejidad de este encaje de bolillos entre música, interrelaciones artísticas, proyección social, reflexión, placer y vitalidad creativa.
Por último, el nivel cualitativo alcanzado hasta la fecha en el Real está a considerable distancia de esa "primera división" que se esperaba con ilusión. Ni por la coherencia de los planteamientos escénicos (algunas de las producciones alquiladas no han sido de recibo), ni por los niveles musicales (¿por qué vienen tan pocos directores de altura a dirigir la Sinfónica de Madrid?), ni en más de una ocasión por los repartos vocales. Todo esto depende de dónde se ponga el listón de las exigencias, desde luego, pero flota en el aire una pregunta preocupante: ¿ha mejorado el Real los niveles artísticos que se venían dando en el teatro de la Zarzuela? Yo, al menos, no lo tengo nada claro.
Es por todo ello verdaderamente inquietante el grado de satisfacción mostrado por el secretario de Estado de Cultura en sus primeras apreciaciones públicas respecto al Real. O tal vez las declaraciones han sido una evaluación apresurada y las intenciones son mucho más ambiciosas. Ojalá. El Teatro Real ha cumplido su etapa de rodaje y sus actividades han sido miradas en general con ojos comprensivos. Al nuevo equipo de Cultura le corresponde dar al teatro de la plaza de Oriente el impulso definitivo que necesita. El veneno de la ópera es demasiado penetrante para continuar con la resignación de que Madrid no sea todavía una plaza imprescindible en el panorama lírico europeo.
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