Arte sin crítica
No hay modo de despertar el debate sobre la situación del arte contemporáneo en Barcelona. Desde las páginas de este mismo diario, varios meses atrás, asistimos a un flaco debate que pereció sin más. Pero algo de lo que entonces se apuntó puede ahora retomarse como línea de salida.Una antesala de aquellas trifulcas se produjo cuando Xavier Bru de Sala, atónito ante la operación de mercado que sostuvo la exposición de los realistas en Cataluña, sugirió "a los partidarios del arte" que, en lugar de abstenerse de responder ante ese despropósito, se apresuraran a "perfilar estrategias para la defensa de territorios diferenciados". El mismo día, por una feliz coincidencia, Frederic Amat denunciaba las deficiencias crónicas -los prejuicios ante el arte nuevo, la ausencia de interacción entre creadores e instituciones, la escasa proyección, la nulidad de coleccionismo- que, por extensión, actúan como abanico de problemas que hacen imposible diseñar cualquier estrategia eficaz para acotar y apostar por el arte contemporáneo.
Sin embargo, a los pocos dias, Pep Subirós y Xavier Antich mantuvieron una polémica que podría interpretarse como un ensayo en el deber de tomar posiciones. El primero dirigió un severo ataque a las programaciones del Macba y de la Fundación Tàpies -por entonces exhibían respectivamente la obra de Martha Rosler y James Coleman- al entender que sólo perseguían asombrar con rarezas al público. Por su parte, Antich intentó orientar la polémica hacia una definición comprometida del arte que no hizo sino facilitar la réplica de su interlocutor, autoproclamado ya paladín del público acongojado ante las extravagancias contemporáneas.
A pesar de que en el enfrentamiento se acentuaba la necesidad de respetar al público, ello camuflaba una crítica feroz hacia determinadas propuestas artísticas. De no ser así, la misma apelación a los martirizados espectadores se hubiera acompañado de las sugerencias para que las propuestas expositivas en cuestión -en este supuesto, no discutibles en sí mismas- fuesen más operativas. El debate era, pues, un conato de alineamiento respecto de qué zonas pueden ser legítimamente ocupadas por el arte contemporáneo.
De otra manera, si la preocupación era reflexionar sobre los modos adecuados para canalizar la siempre difícil relación del arte contemporáneo con el público, algo se hubiese apuntado respecto de la crítica de arte y sus funciones, un tema que quedó entre bastidores y que merece, a nuestro parecer, este pequeño apéndice.
Si en ese contexto nada se dijo de la crítica y si ese mismo debate no pasó de una simple anécdota periodística, es porque aquí no existe propiamente una auténtica crítica de arte. Si existiese, la crítica sería el lugar natural desde el cual, de forma simultánea, se construiría una idea del arte -ese "territorio diferenciado" del mercado- y, más importante todavía, se desarrollaría la dimensión pública de esa misma idea. En efecto, la crítica no tiene la escueta misión de describir una realidad artística para promocionarla entre el público, sino todo lo contrario; de ser así sólo contribuiría a esclarecer los rumbos del mercado y de un consumo masivo banal, disfrazado de acontecimiento cultural para las jornadas dominicales. La auténtica crítica de arte, aunque parezca excesiva la expresión, radica en el ejercicio de su sustancial dimensión política: trascender la fascinación por el producto estético hasta conectarlo con un discurso que organice las necesidades, intereses, inquietudes y deseos reprimidos de la esfera pública. De este modo, la crítica de arte ya no es lugar para celebrar la autonomía de lo estético, con el reconocimiento implícito del valor de cambio que ello le concede, sino el proceso por el cual los productos son devueltos al universo de las ideas mediante las que, contrariamente a lo supuesto, no se expresa la opinión pública, sino que ésta se somete a un cuestionamiento y revisión constantede sus propias convenciones y fundamentos. Es así como la crítica, por definición, no puede contribuir a consolidar una opinión hasta convertirla en hegemónica, sino que, por el contrario, es la encargada de poner en peligro esta misma tentación.
La existencia de una efectiva crítica de arte se revela, pues, como fundamental; en su lugar, la carencia de esta crítica comporta un estéril concierto de opiniones, sin planteamientos rigurosos para la defensa de unas prácticas artísticas determinadas y con la crónica obsesión por disminuir la función pública del arte a facilitar la inteligibilidad entre los espectadores. En Barcelona, la crítica de arte no puede ejercer como tal, reducida como está a simple nota periodística, asunto académico o, en el mejor de los casos, género literario. Ni existen las plataformas necesarias ni hay una tradición que permita el desarrollo de una verdadera crítica de arte; esto provoca que cuando en la ciudad asoman proyectos concretos con un cuerpo de ideas de verdadero calado, la ocasión se pierda por la simple ignorancia o por la fácil inclinación a polemizar sin auténticos compromisos. No disponemos aquí de margen para analizar con detalle la realidad de lo que aquí se presenta como crítica de arte; baste decir que se mantiene en unos parámetros de raíz formalista e historicista, sin ahondar en absoluto sobre los frentes que hemos apuntado. Las excepciones son escasas, se desarrollan en espacios muy minoritarios y, dado su aislamiento, son consideradas más una curiosidad que una aportación. El arte contemporáneo en Barcelona padece numerosas carencias y, entre ellas, hay que añadir que también está huérfano de crítica, el instrumento sobre el cual debería consolidarse para protagonizar algo sustancial en un debate, ahora mismo, inexistente.
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