El resplandor MIQUEL BARCELÓ
Escasamente ocurre que una luz, instantánea, revele los detalles de algo que sabíamos próximo pero invisible, escondido en tinieblas. El resplandor fue fugaz dejando, sin embargo, una nítida y duradera percepción de relieve en la lisa obscuridad.Las elecciones al Parlamento español del 12 de marzo de este año han sido uno de estos raros resplandores. De pronto, inolvidables, quedaron al descubierto las tramas más finas y laberínticas de la realidad del país, aquélla, al menos, políticamente expresada. La victoria del Partido Popular fue tan colosal que permite descripciones simplificadas. Incluso permite describir su victoria descuidando la consideración de los perdedores. Puede decirse, por ejemplo, así: los españoles manifestaron la opinión de que viven bien y de que viven en España. Ni es simple ni, por supuesto, trivial. Quizá la primera parte de la opinión resulte más consabida, puesto que preguntar sobre ello es un componente habitual de todas las consultas electorales. La segunda parte, en cambio, es propiamente española. Indirecta y variadamente el Partido Popular incitó a los electores a que se pronunciaran sobre la nación, es decir, sobre los límites de ella, sobre qué está dentro y qué está fuera. La respuesta es todo lo clara que las respuestas pueden ser a preguntas que se hacen confusamente y que, tal vez, no puedan hacerse de otra manera porque la confusión, la elusividad, forma parte intrínseca de ella. También, sigilosamente, la izquierda proponía la pregunta. Los resultados, por su claridad inesperada, han producido perplejidad, asombro y algún miedo en la clase política. Muchos comentaristas han quedado sin habla o han considerado prudente callarse. Incluso en algunos de izquierda se percibe una furtiva satisfacción puesto que parece que la derecha, finalmente, salvará una vez más a España. Y la reacción inmediata, según se ve, del PSOE, ha sido, justamente, reconocer que su partido no ofrecía ni en su programa ni en su práctica garantías claras de la continuidad de la nación. Parte del nacionalismo político catalán ha considerado el sentido general del voto como una incitación a subirse al tren de la modernidad última, finalmente España. Todo ello transcurre dentro de un orden historiográfico preciso en el que jamás ha habido, reconociblemente, diferencia entre las formulaciones de la derecha y las de la izquierda. De hecho, la única medida de variación entre las dos formulaciones estriba, que se sepa, en una supuesta menor rigidez por parte de la izquierda, no tanto de los límites de la nación sino de las condiciones en que se determina su inclusión. Pero no hay hasta ahora, en el pasado, verificación posible de ello. Sí, en cambio, puede observarse que, técnicamente, el discurso historiográfico, el relato de la nación, no puede ser diferente y ningún otro paralelo cabe en él. Se han hecho toda clase de probaturas y en ninguna sale una historia de España de izquierdas. La de derechas es el guión mismo, invariable, del relato. Se puede, esto sí, discriminar valoraciones pero siempre ciñiéndose al riguroso guión. Incluso se puede, por ejemplo, decir que el relato de horror que hace Bartolomé de las Casas de la destrucción de las Indias debe ser admitido como formando parte de una conciencia española superior que admite una diversidad crítica. O que, ciertamente, la Reconquista es un fetiche historiográfico pero que el feudalismo que impulsó la conquista fue una fase de modernización, de disciplinas sociables deseables, de europeísmo exigente. Las administraciones públicas gastan dinero en exposiciones que así lo muestran. O que los carlistas, empecinadamente irracionales y los campesinos crédulos, y que si esto y lo otro. De hecho, el guión historiográfico admite muy pocas variaciones y casi ningún alarde puesto que el pasado ha producido un estado, el español, muy concreto, como todos los estados por otra parte, y que se consolidó en el siglo pasado durante y después de una guerra civil. No hay, pues, discusión posible sobre este resultado. Otra cosa es atribuirle cualidades que no necesariamente tiene. La de su inevitabilidad, por ejemplo, y todo lo que de ella se deriva. Entre otras cosas, la filiación prestigiosa de estos estados, desigualmente advenidos, a la "razón" ilustrada. Bien. Los votantes parece que dijeron lo que era España y que ésta estaba constreñida en los límites señalados por la Constitución de 1978. Cómo se formó y perdura esta conciencia es, ciertamente, fascinante, pero está fuera de esta discusión. En rigor, la conciencia se da por hecha y los políticos no preguntan por los factores que la producen. Los que manejan y usan esta conciencia saben que es el marco en el que todo se produce, que el estado tiene los límites que se consiga que tenga la nación. Por ello las referencias al pasado, o más inmediatamente a la historia, son elementos inevitables de la partida. No debería hacer falta mostrar cómo todos los discursos historiográficos que no tengan a España como sujeto son sencillamente subalternos -lo de periféricos es una ingenuidad o una perversión-, es decir, que sólo pueden hacerse referidos a otro superior del cual eventual y esporádicamente se desvían. Y ésta es la causa estable de su torpeza, y de que su ambigüedad, al fin, no sea calculada sino algo derivado del ejercicio de su propia subalternidad. Será emocionante asistir, aunque yo preferiría no tener que hacerlo, a cómo los dos grandes partidos españoles manejan sus fantasías sobre España. El Partido Popular, y toda la derecha detrás agazapada, sueña con que, de una vez para siempre, la nación sea más persuasiva, con respecto a los que se empeñan en mantener un discurso subalterno -Euskadi y Cataluña- a pesar de la fuerza a que esporádicamente han sido sometidos y que la cuestión desaparezca. El sueño del Partido Socialista Obrero Español es algo más complicado. El sueño es que un día al amanecer será posible, en España, en las afueras de algún lugar, el enfrentamiento, por fin, cara a cara, entre la derecha y la izquierda sin disfraces nacionalistas de ningún tipo. Finalmente, el duelo histórico, el verdadero, sin engaños ni adornos burgueses habrá de resolverse con la victoria del bueno del progreso.
Son, claro, sueños. Ni el pasado ni las conciencias que ha producido para manejar la realidad pueden abolirse de golpe o voluntariamente. Es también una simpleza decir que las naciones no son eternas y que son lo que sus habitantes o votantes puedan decidir. Nadie sabe qué hay después de las naciones. No se dispone ni de un caso para poder saberlo. Tampoco se conocen casos de electores que hayan votado el fin de la nación. El discurso historiográfico español, claramente hegemónico, es la única forma por ahora conocida de organizar el estado, de darle crédito; es su gramática. Mientras no se descomponga, si puede hacerse, este estado resultante la tensión con los subalternos no podrá reducirse, ni la discusión sobre su perduración o modificaciones hacerse en otros términos. Banales son, pues, las invocaciones a la racionalidad cuando ahí dentro late incesantemente un corazón de tinieblas.
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