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El exilio, el hatillo y la tela de gallinero JOSEP M. MUÑOZ

El exilio, ese drama personal e histórico tan antiguo como la política, ha alcanzado en este "siglo de extremos" sus mayores dimensiones. La división del mundo en dos bloques y los numerosos conflictos civiles que se han sucedido a lo largo de nuestra centuria han convertido el exilio en una dramática experiencia vital para centenares de miles de personas y en un renovado motivo de reflexión literaria, filosófica e histórica. Una de las aproximaciones más recientes y más interesantes al respecto acaba de aparecer en España: se trata de la última novela de Milan Kundera, La ignorància, que el lector catalán puede leer en la magnífica traducción de Imma Monsó -una versión tan eficaz, que uno se olvida de estar leyendo un libro traducido-. El libro de Kundera -él mismo un producto del exilio de los países comunistas- es un extraordinario roman philosophique, una destilación de la peripecia colectiva de sus compatriotas exiliados, que toma como punto de partida a Ulises y su Odisea para meditar con una envidiable claridad y lucidez sobre temas como la ausencia, la memoria y el regreso. El azar ha querido que la publicación del libro de Kundera coincidiera con la exposición dedicada al exilio catalán de 1939 que se presenta en el Museo de Historia de Cataluña (MHC). Una exposición de título equívoco (la "esperança desfeta" de Pere Quart es la República, no el exilio) y de contenido decepcionante sobre un tema que, sin embargo, es crucial para nuestra historia contemporánea. En efecto, 1939 significa la derrota militar de Cataluña a manos de las tropas de Franco y, con ella, la partida al exterior de miles de hombres y mujeres de este país: combatientes, líderes obreros y sindicales, políticos catalanistas y de izquierdas, intelectuales y cuadros cualificados de la Universidad y de la Administración. La pérdida fue, pues, cuantitativa pero, sobre todo, cualitativa: el tejido social y cultural catalán tardaría mucho en recuperarse de esa sangría, sometido como estuvo a una dictadura que le negaba los derechos civiles, las conquistas sociales y su propia expresión lingüística y cultural.

La exposición del MHC recorre algunas de las etapas del exilio: el penoso paso de la frontera francesa; los campos de refugiados en las playas del Rosellón; la lucha clandestina en la Francia ocupada; el internamiento en los campos de exterminio en la Alemania nazi, así como el exilio americano y los intentos de mantener allí una continuidad cultural. El problema es que todo ese itinerario queda trivializado por una escenografía que no consigue transmitir para nada el drama humano vivido. Las imágenes de época, que existen, quedan banalizadas por una voluntad general de aligerar la exposición, voluntad que ejemplifica singularmente el pulquérrimo y absurdo hatillo con que empieza el recorrido y que se ha adoptado como imagen de la exposición.

Aunque quizá lo peor sea el apartado dedicado a los campos nazis, donde la brutalidad de la experiencia -tan bien contada por Montserrat Roig en Els catalans als camps nazis- queda nuevamente banalizada por una vitrina con un impecable traje a rayas de prisionero que parecería proveniente, si no lo desmintiera la oportuna cartela, del Museo de la Indumentaria y no de la Amical de Mauthausen, y, sobre todo, por esa increíble tela de gallinero con la que se representa la barbarie de los campos. Bastaría con que los responsables del montaje hubieran leído la reciente y oportuna traducción al catalán del imprescindible libro de Primo Levi Els enfonsats i els salvats, para que nunca hubieran cometido ese desaguisado de sustituir las alambradas con púas del Lager por esa nostrada tela de gallinero: la humillación de los prisioneros fue terrible, más allá del límite de lo humano -lean, de nuevo, a Primo Levi: Si això és un home, traducido también hace un par de años-, pero nunca hasta ese ridículo extremo.

Por otra parte, la exposición -que quiere dar a entender, mediante unos enormes retratos de los presidentes en el exilio, una problemática por no decir inexistente continuidad institucional de la Generalitat republicana- culmina en un mapa de los casals catalanes en el mundo, confundiendo así emigración económica y emigración política. Por todo ello, la complejidad del drama humano y el alcance histórico del exilio catalán de 1939 deberán esperar una mejor ocasión para ser visualizados. Sólo nos cabe esperar que los responsables de una hipotética futura exposición sobre el tema hagan, previamente, el favor de leer; de leer a Milan Kundera, a Carles Riba, a Montserrat Roig, a Primo Levi y a tantos otros, como Tísner, este entrañable representante del exilio que acaba de dejarnos un poco más huérfanos. El esfuerzo que uno les pide no es mucho; la lección, inolvidable.

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