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Matar, morir.

José Luis López de Lacalle ha derrotado a la ignominia con una frase de cuya verdad puedo testificar: "A nosotros ya no nos para nadie". Este plural optimista no es sólo un juicio de hecho; es también un juicio de valor. El juicio quiere decir, en efecto, varias cosas: "A mí nadie me hará callar"; y también, "lo que digo para mí vale para otros, con los que me siento solidario, esto es, lo que afirmo para mí, quiero, y creo, que servirá también para otros, para aquellos a los que me refiero cuando les incluyo en el término 'nosotros". Provoca la frase, también, ahora, un sarcasmo abyecto, que podrán celebrar los asesinos ("¡vaya si te hemos parado!"); un sarcasmo que podrán comprender acaso los que, lamentando la muerte, entienden su carácter inevitable (me refiero, claro está, a los del Pacto de Lizarra). Pero José Luis López de Lacalle, con su frase, estaba separando el morir y el matar. La muerte es, desde luego, la detención final, el destino al que no podemos escapar. Pero al haber elegido morir, aunque lo maten, por defender su propia coherencia ética, esto es, su derecho a vivir como ha elegido, con libertad hasta el final, ha integrado el morir como el acto final de su propia trayectoria y ha impedido que la muerte que le han causado sea su derrota.La primera separación entre el morir y el matar afecta así a la propia dignidad de la persona y a la aceptación libre de su vida, hasta el final de la misma. Escamotea la muerte del campo de decisión de los asesinos y la convierte, en el mismo momento del acto criminal perpetrado contra la víctima, en la última asunción de la libertad: no he elegido que me maten, pero he elegido que, aunque me maten, el morir se convierta en la asunción de mi modelo de vivir, hasta la muerte. No piensen los lectores que éstas son sutilezas abstractas. Es algo cotidiano en un país amenazado por el terrorismo. Al temor y al dolor se les vence con esta especie de moral estoica, o de decencia, si queremos emplear términos menos altisonantes, por la que la posible víctima se niega a que le paren mientras vive y a que, cuando deciden matarla, le arrebaten su propio morir, como acto final de su vida.

Sólo después de esta primera reflexión podemos pasar a la siguiente: ¿saben por qué es distinto que, esta vez, el asesinato se haya perpetrado contra José Luis López de Lacalle, que el que lo haya sido contra cualquier otra persona que se limita a tener, y sostener, su propio pensamiento? No, desde luego, por la maldad del acto, que es la misma, sino por la capacidad que tiene de que esa maldad se haga patente. En ética política, que es una ética que debe atender a los resultados prácticos de las acciones, esto es importante. Este crimen aparece así como un ejemplo de perversión. La víctima, en este caso, no solamente ha sabido defender hasta la muerte su libertad y su independencia. Ha lanzado además al rostro de sus asesinos, y al de los que, sin serlo, están salpicados por la perversión del acto, su vida entera de luchador y de dialogante. Dos cualidades a recordar: su diploma de luchador por la democracia lo tiene ganado, a lo largo de decenas de años de enfrentamiento a la dictadura y de cinco años de cárcel; su condición dialogante, paradójicamente, no le ha salvado del asesinato, sino que, seguramente, lo ha precipitado. Porque en una sociedad política en donde se intenta imponer una legitimidad que definen unos pocos, el diálogo es un motivo para que quien lo practica pueda ser eliminado. La perversión del crimen, siendo la misma cualquiera que fuera la víctima, muestra hoy su condición de ejemplo. Se le ha matado por sus buenos méritos.

Pero hay algo más, cuando estamos considerando el ejemplo de perversión. Ésta se ha extendido entre nosotros a la sociedad en que nos toca vivir y morir, por la introducción de ese principio de legitimidad no democrática que pasa, primero, por la práctica del crimen como vía para imponer los resultados políticos; pero, en segundo lugar, por la proposición misma de la legitimidad nacional, como una realidad esencial (o resultado de la justificación por una historia falsificada, lo que viene a ser lo mismo) que se impone sobre la legitimidad ciudadana. Y esta perversión ha inficionado a sectores responsables del nacionalismo no violento. Peor aún: el propio Gobierno vasco no ha sabido presentar lo que debe ser la cara imparcial y de defensa de los ciudadanos en un orden de Derecho.

No es convincente, por eso, la escasamente meditada petición de tantos ciudadanos, que reparten por igual culpas y responsabilidades. No es convincente, por inverosímil. ¿Cómo podemos pensar que las culpas están igualmente repartidas cuando la violencia la practica solamente un grupo, alineado en una posición política, cuando solamente una minoría ampara su práctica política bajo el paraguas de los violentos y cuando todo el sector del nacionalismo pacta con ese grupo y esa minoría? Claro que tenemos todos la responsabilidad de dialogar, aunque el diálogo cueste la vida a algunos, pero que no nos digan que las posiciones de unos y otros son equidistantes desde el punto de vista de la justicia.

La diferencia entre matar y morir es percibida como un problema moral por muchos. Últimamente la he visto expresada con justeza en las declaraciones periodísticas de un profesor de filosofía, viejo amigo. Viene a reproducir una vieja idea. Ningún proyecto político de convivencia puede ser impuesto por medio de la muerte. Emplazado por sí mismo en esa reflexión añade: yo no puedo matar para imponer la independencia de Euskadi, pero estaría dispuesto a morir por esa independencia, si ésta fuera reclamada por la sociedad vasca. Nada que objetar, en principio. El problema viene cuando se intenta concretar. ¿Quiénes han de formular esa voluntad? ¿En qué ámbito político? ¿Cómo se arbitran los campos de convivencia política, al mismo tiempo que los de decisión, en el ámbito vasco, entre los distintos ámbitos territoriales dentro de Euskadi, con España, con Europa? Éstos son los problemas políticos que determinan las opciones éticas. Problemas reales y así considerados por tantos ciudadanos de nuestra comunidad.

Todavía habría un ejemplo de opción ética que yo juzgo más urgente, más concreto y más realista y, por todo ello, más digno de que tomemos sobre él una decisión moral: ¿debe el decisor racional estar dispuesto a dar su propia vida cuando, no como ejercicio teórico, sino como problema práctico, la expresión mayoritaria de los ciudadanos está proponiendo otro tipo de objetivos distinto de la independencia: seguir afirmando un orden solidario de convivencia dentro del ámbito de la Constitución y del Estatuto? Porque, en ese caso, la opción de José Luis López de Lacalle tendría no solamente un alto valor moral individual, sino también social.

José Ramón Recalde es catedrático de Sistemas Jurídicos del ESTE de San Sebastián.

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